José Francisco Sanabria no estaba en Cinchona el 8 de enero del 2009 y hoy es el único habitante que queda en el pueblo a diez años de la tragedia.
Aquel día de enero, en pleno verano, a la 1:19 de la tarde la tierra se sacudió debido a un terremoto de 6,2 grados en la escala de Ritche,r según el Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Costa Rica (Ovsicori) y de 6,1 para el Instituto Geológico de los Estados Unidos. Tuvo una profundidad de 7,1 kilómetros y su epicentro estuvo 4 kilómetros al suroeste de Cinchona, en el límite entre Alajuela y Heredia, cerca del macizo del volcán Poás. Lo causó una falla local y se sintió con mucha fuerza en Fraijanes, Varablanca, San Miguel de Sarapiquí, Alajuela y en otras zonas del Valle Central.
El terremoto causó daños que costaron ¢280.000 millones al país y el impacto ambiental fue también enorme.
Don Francisco apenas lo sintió en playa Panamá, en Guanacaste, donde andaba trabajando con sus patrones en labores de topografía. Cuando supo que el meneón había sido en Cinchona dejaron lo que hacían y se movieron de inmediato para esa zona.
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Como es lógico, Francisco estaba preocupado y asustado. Desde niño se lo habían llevado de El Carmen de Cartago a Cinchona y amaba el lugar, su gente, sus paisajes.
Cuando ocurrió el terremoto solo tenía papás y hermanos y se inmediato pensó en ellos al saber lo que había pasado. Al llegar se dio cuenta de que su familia estaba a salvo en un albergue de La Virgen de Sarapiquí.
Ellos se encontraban bien, pero 25 personas fallecieron producto de aquel socollón y algunos más (se habla de cuatro o cinco) nunca aparecieron.
Cuando pudo entrar a Cinchona, José Francisco vio la destrucción y sintió mucha tristeza.
Y fue peor cuando tiempo después dieron un listado de personas a las que les ayudarían con una casa por haberla perdido y su nombre no estaba. Aún no decidía si quedarse o irse, pero esa noticia fue como un empujón para tomar la decisión de no moverse de allí.
“Dijeron que como yo no estaba el día del terremoto no me la iban a dar. Pero yo andaba trabajando. Algunas veces me iba quince o veintidós días, pero siempre regresaba”, comentó a La Teja este viernes, cuando lo encontramos en Cinchona, machete en mano.
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Después del tiempo transcurrido desde el terremoto dice estar acostumbrado a la soledad, a la naturaleza y al silencio.
“Estoy feliz acá. Lo que pasó ya pasó. Es la vida real, es parte de la naturaleza y hay que saber compartirla y convivir con ella y teniendo siempre a Dios acá (se toca el pecho)”, dijo.
Realmente tiene poco que hacer en un pueblo que parece fantasma y donde lo poco que queda en pie son algunas paredes ruinosas.
Tiene su casa, que no nos enseñó, pero dice que está en buen estado. Tiene agua, electricidad no; se alumbra con un foco y tiene una cocinita de gas con la cual se la juega
Vive con una pensión y con trabajos ocasionales que hace sobre todo por el lado de Cariblanco.
Habla con pocos
Prefiere no tener animales porque muchas veces debe salir y detesta amarrarlos y que pasen hambre. Solo tiene contacto con una pareja dueña de una lechería (doña Fátima y Memo, nos dijo) y de algunos chanchos pero no se quedan a dormir. “Llegan a las cinco de la mañana, ordeñan, ve a los chanchitos y se van como a las cinco de la tarde. Solo queda el guarda”.
También se relaciona con Francisco Rodríguez, un hombre que construyó sobre la casa que el terremoto le destruyó. Ese sí se queda a dormir, pero solo de vez en cuando.
De todas, todas
José Francisco conoce la vieja Cinchona como pocos.
Visita una capilla a la que le da mantenimiento y allí reza. “No le tengo miedo a nada porque siempre Dios está conmigo. Además, aquí no pasa nada. Es muy tranquilo. Cinchona era un paraíso antes y ahora sigue siendo un paraíso", dijo.
Conoce cada trillo, cada árbol, cada construcción, a los perros que llegan, al caballo que dejan pastando y hasta sabe llegar a sitios que son una atracción turística pero no por los caminos más conocidos.
“¿Ustedes vieron la catarata de la Paz?. Yo los puedo llevar por este lado, tres horas caminando. Es precioso. Díganle a la gente que me busquen, yo los llevo y me dan algo”.
Es una forma que tiene de ganarse la vida.
De vez en cuando llega alguien, gente que desea ver el pueblo fantasma y caminar por donde alguna vez hubo niños jugando y gente trabajando. Es decir, vida,
Sanabria mira a los curiosos. A veces les habla, a veces no y se va. Pero Cinchona, la vieja, nunca se irá de él.