“No tengo un arma de fuego, no la necesito. Si me pide un rosario, se lo doy, pero si me pide un arma, yo eso no lo tengo ni lo uso”.
Esa frase le sirvió para salir vivo de un encuentro con grupos violentos de Uganda al sacerdote alajuelense Marvin Fuentes Murillo, quien estuvo como misionero en África entre 1997 y 2007. Y como ese encuentro tuvo dos más, todos igual de peligrosos.
Marvin es misionero comboniano y hace poco cumplió 25 años entregado a esta vida, la cual no ha estado alejada del sufrimiento, la guerra y los enfrentamientos con la muerte, pero de todo ha salido con vida.
Los combonianos son una orden religiosa fundada por Daniel Comboni el 1 de junio de 1867 en Verona, Italia. Comboni fue canonizado por Juan Pablo II en 2003.
El pasado 29 de julio el costarricense celebró esos 25 años de sacerdocio con una misa especial y por eso lo buscamos para conocer su vivencia como misionero en suelo africano.
Dice que jamás olvidará que cuando era jovencillo, su familia y sus amigos lo tacharon como la “oveja negra” porque era malportadillo.
Nació en San Rafael de Ojo de Agua y como a la mayoría de carajillos ticos, le encantaba el fútbol. Recuerda muy bien cuando untaba de mantequilla un melcochón de pan y después lo ponía al horno para la familia. Tiene 11 hermanos, él es el sexto.
Fue en la juventud cuando se convirtió en la “oveja negra”. Era de trasnochar, de no estudiar y de darles dolores de cabeza a sus papás. Fue como a los 17 años cuando se encaminó un poco, según dice, pero antes llevaba una vida "desordenada”.
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Era tan desordenado que había abandonado el colegio (lo sacó después de noche) y regularmente se pasaba de tragos. Era terco como una mula, tenía mala conducta.
Fue cuando trabajaba en la empresa Pipasa que una compañera lo invitó a una Jornada de Vida Cristiana y fue un jefe al que considera “instrumento de Dios” quien le daba consejos y además le hablaba muy bien de su papá. “Yo dije ‘si mi papá tiene tan buena imagen, yo tengo que cambiar’”.
Fue cuando se enfocó en eso, en encarrilarse.
Misionero de Dios
Cuando ya había enderezado el camino conoció a los combonianos por medio de una revista, Esquila Misional, que es de esa orden religiosa y fue cuando dijo: “voy a comprometerme”.
Le entró una gran energía y se puso a estudiar, hizo las convivencias en Sagrada Familia, donde los combonianos tienen su seminario, y ahí empezó a escribir su nueva historia.
“Tenía ganas, estaba joven, hice tres años de estudios en Costa Rica. De veinticuatro que iniciamos el proceso solo nos ordenamos tres sacerdotes con los misioneros combonianos. Estaba muy entusiasmado y eso hizo que pudiera vencer los obstáculos, dejar el país, entrar en otra cultura, primero en México, luego estuve cinco años en Kenia, donde estudié inglés y teología”, explica.
En Costa Rica se ordenó sacerdote el 24 de julio de 1993. Su lema sacerdotal es “sé bien en quién puse mi confianza, estoy convencido de que Dios es poderoso y que me guardará hasta aquel día lo que deposite en sus manos”.
Estas palabras fueron proféticas. En 1997 le correspondió ir a Uganda, donde se topó con la guerra interna, matanza de niños inocentes, con el sufrimiento de miles e incluso con el ataque a la Casa Misión, donde se encontraba y fue amenazado de muerte. No recuerda bien las fechas de cada ataque, pero sí que los dos primeros fueron entre el 2000 y el 2001, el tercero como tres años después.
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El padre relata: “Había un grupo (llamado primero el Movimiento del Espíritu Santo y luego la Resistencia del Señor) que secuestraba niños y a los que intentaban huir los torturaban y mataban delante de otros niños. Según ellos quieren cambiar el sistema a través de los diez mandamientos, suena extraño, pero así lo dicen. El grupo intimidaba a los niños, les hacía lavado de cerebro y cuando eran entrenados para usar armas hasta regresaban a sus propias aldeas a cometer crímenes”, explicó.
Dice que para ellos era muy doloroso ver aquello, pero nunca abandonaron a la gente. Recuerda cómo un compañero que iba a dar misa lo emboscaron cuando iba en carro a punta de ametralladora. Luego, con una bazuka volvieron a emprenderla contra el sacerdote moribundo y como si fuera poco, le prendieron fuego al carro.
“No sabemos si fueron los rebeldes o el ejército. Perdimos cuatro misioneros en diez años, eran máquinas asesinas”.
Los ataques
El primer ataque a la misión ocurrió una madrugada de 2 a.m. a 5 a.m. Tres horas de sentir la muerte encima, pero el cura jamás dejó de rezar el rosario.
“No eran unos cuantos ladrones los que nos atacaron, era un grupo de 250 a 300 personas que entraron a la fuerza, rompieron puertas y ventanas. Un padre mexicano y yo nos escondimos en el baño.
“Mientras iban robándose todo nos amenazaban con matarnos y nos insultaban. Comencé a negociar con ellos, no solo por mi vida sino por la del otro padre. Yo pensaba ‘Dios mío, si me das las palabras justas podemos salir vivos de esto’. Sin embargo, pensé que era mi última noche porque yo sabía de lo que es capaz esta gente”, recordó.
Y tuvo las palabras exactas. Alcanzó a salir y comenzó a negociar. “Eran como leones rugientes, con una tremenda agresividad, violencia y odio”, relata. Esa fue la primera vez que se topó cara a cara con la muerte. Al final las personas violentas se fueron y les dijeron que se quedaran en la misión.
El padre mexicano y el tico empezaron a dormir en la iglesia, bajo las bancas, con una cobija. Durmieron así como dos semanas, pero había zancudos que transmiten la malaria y entonces dejaron de hacerlo. Además, sintieron que ya los atacantes habían jalado del todo, pero estaban equivocados.
Rosario salvador
El segundo ataque lo llevó a cabo un grupo de hombres armados y listos para matar.
“Yo ya tenía un poquito más de valor, ya los había enfrentado. Era el mismo grupo, aunque otras personas. Ese ataque se dio entre las once de la noche y la una de la mañana.
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“Eran más o menos unas treintaicinco personas. Pero cuando ellos son pocos en número se vuelven más agresivos, porque también son humanos y sienten miedo.
“Comencé a hablarles y ellos me amenazaban con que si no abría me mataban y les dije ‘yo les abro’. Mientras les mencionaba mis movimientos, les abrí y me fui para la sala, invadieron todo, me rodearon y me apuntaron con ametralladoras. Me dijeron ‘póngase de rodillas’ y yo no lo hice y me senté en el sillón, entonces me ordenaron que me pusiera de pie. Me puse de pie y me pidieron quitarme la camisa.
“Yo les pregunté ‘¿por qué me piden quitarme la camisa?, son las doce de la noche, no entiendo’. El que me amenazó haló el gatillo de la ametralladora y me la puso en el pecho y con palabras muy groseras me gritó ‘usted blanco’ y otras palabras peores. ‘Si no hace lo que le digo, se cae sobre sus rodillas’”.
El cura obedeció y se quitó la camisa. "La sostuve en la mano y entonces comenzaron a registrarme, preguntaron dónde tenía las armas. Les dije ‘no tengo un arma de fuego y no la necesito. Si me pide un rosario se lo doy, pero si me pide un arma, yo eso no lo tengo ni lo uso’”.
Al escuchar esa frase y verle el rosario que llevó desde Alajuela los hombres se tranquilizaron, entendieron que él no estaba armado y le quitaron la ametralladora del pecho, pero saquearon la casa.
Los religiosos tenían poco de haber ido a comprar comida, porque en el primer atentado los limpiaron y lo único que había era macarrones, arroz, frijoles y algunos huevos. Arrasaron otra vez con todo.
El padre creyó que al llevarse la comida se irían inmediatamente como la vez anterior, pero el asunto fue diferente.
“Nos pidieron ir al patio porque querían una radio de comunicación que yo tenía. No quería dárselas y comenzaron a golpear al otro padre. Les dije que se las daba. Se las di y la prendí para que vieran que funcionaba y dieron la orden de irse. Nos dijeron ‘quédense aquí’ y les dije ‘¿les puedo hacer una pregunta?: ¿ustedes van a regresar?, porque si regresan yo me quedo esperando, pero si no nos quedamos a descansar un poco’".
La respuesta fue que no se movieran. “Nos quedamos en la sala y pasamos ahí toda la madrugada”, recuerda el cura.
"Nos golpearon y amenazaron. Pero, como me dijo una señora en Palmares, ‘padre, a usted no le tocaba todavía’. Estoy convencido que Dios estuvo presente”.
Tercera visita de la muerte
Para el tercer ataque, el cura estaba reunido con miembros de la comunidad.
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“Ese día, a eso de las cinco de la tarde, estábamos en la otra misión en una reunión con catequistas cuando llegaron diciendo que un grupo de rebeldes estaba atacando el centro del pueblo”. La misión estaba como a quinientos metros.
“Ya estaban ahí y con una cocinera y algunas otras personas, nos metimos en la iglesia. Otros se fueron a esconder lejos. Escuchamos las ametralladoras, hubo lucha de soldados con rebeldes y se mataron ahí, bien cerca de nosotros.
"Como a las ocho de la noche me dice una señora 'padre, el pueblo está en llamas’ y me fijé por la ventana. Se veía el horizonte, como el sol al final de la madrugada. A uno de los grupos que estaba disparando lo escuchamos pasar cerca de la iglesia, pero gracias a Dios a las iglesias no se meten. Tienen como un tabú o miedo de entrar y pasaron alrededor.
"Nos quedamos toda la noche. A las diez y media de la noche dejaron de sonar las ametralladoras. Al otro día, como a las cinco de la mañana, salí y no había un alma hasta cuando vi una persona en una calle y la gente se comenzó a arrimar.
"Donde estábamos teníamos un galerón de reuniones, resulta que le prendieron fuego y fuimos a apagarlo. Después nos fuimos al centro, donde había varias personas, vimos a un niño con una bala en el estómago, algunas señoras heridas, rebeldes y soldados muertos. Lo que hice fue recoger el carro, me llevé a los que estaban heridos al hospital, eran como siete y tres murieron en el hospital”, detalla el tico.
Varias veces los superiores le dijeron al costarricense que se fuera, que lo andaban buscando para matarlo. “Yo dije no, no me voy, Dios me tiene aquí. La gente se sentía acompañada por nosotros. Pude quedarme hasta el final con ellos, pero esto lo hizo Dios. He vivido veinticinco años mi sacerdocio, he encontrado apoyo y lo que le digo a la gente es que no es fácil, pero si yo pude, ¿por qué otros no? He vivido la misericordia y el perdón de Dios”, dice el padre Marvin, quien ahora tiene 56 años.
“¡Valió la pena!”
Al padre también le dio malaria, en ocasiones hasta dos veces al año. “Valió la pena, aunque marcó mi vida de una manera muy extrema, pero valió la pena, me vine con la satisfacción de que cumplí hasta el final”.
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En 25 años de sacerdocio, explica, vivió y vive la experiencia del amor de Dios. “Estamos llamados a ser como decía Comboni, un cenáculo de apóstoles y le agradezco a Dios porque han sido muchos momentos hermosos, poder vivir en comunidad, sentir el apoyo de la gente, el apoyo de los demás padres”.
Actualmente está preparándose en Roma, hasta que termine sus estudios le indicarán cuál será su nuevo destino. Posiblemente tenga que regresar a África.