A las 5:30 de la mañana del domingo 17 de junio de este año, mientras casi todos los ticos estaban pegados a la pantalla de sus televisores esperando con alegría el debut de la Sele en el Mundial de Rusia ante Serbia, Henry (usamos este nombre ficticio pues teme revelar su identidad), un nicaragüense de 37 años, mestizo, de cabello indio y contextura gruesa, se jugaba uno de los partidos más importantes de su vida: pasar a pie ilegalmente de Costa Rica a Nicaragua por la frontera de Peñas Blancas.
En el cuarto día de la fiesta del fútbol, Nicaragua padecía el 61 de la violenta represión del Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo contra la población civil.
Presos en su propia casa
Henry, quien hace 14 años emigró legalmente a Costa Rica en busca de mejores oportunidades laborales como técnico electrónico, tomó esa decisión desesperada y temeraria de viajar a su país movido por una fuerza más poderosa que el miedo o la prudencia: el amor por su familia.
Su gente vive en Catarina, un pueblo situado en el departamento de Masaya, a siete kilómetros de la ciudad del mismo nombre y a 40 de Managua, capital nicaragüense.
“La última vez que envié 25 dólares (a comienzos de junio) pasaron tres días para que pudieran retirarlos”, contó. Antes de la crisis política, Henry enviaba con frecuencia algo de dinero a su familia; sin embargo, desde finales abril, las compañías de remesas casi no abren y aumentaron la comisión de envío en dólares a Nicaragua, por el riesgo de asaltos de los paramilitares.
Cuando los manifestantes pusieron barricadas y bloqueos en las tres entradas de Catarina, los camiones con alimentos básicos tuvieron problemas para llegar a surtir las bodegas y pulperías, los precios de la comida se dispararon y, finalmente, en junio comenzó a faltar la jamita por todo lado.
La familia de Henry tuvo que encerrarse en su casa, por temor a los enfrentamientos en las zonas de los bloqueos y a los disparos indiscriminados de los francotiradores.
Actividades tan normales como jugar en un parque, ir al trabajo o a la escuela fueron cambiadas por un toque de queda voluntario para proteger la vida. Las calles del pueblo quedaron peladas.
Además, por esos días del Mundial ruso, las empresas autobuseras como Tica Bus no prestaban servicio de encomiendas a Nicaragua desde San José, sólo hasta Peñas Blancas.
Media tejita de jama
La familia de Henry estaba presa en su propia casa y partiéndose del hambre, además sufrían por el terror y la incertidumbre. “Oír a mi hermana decirme (por teléfono): ‘no tenemos nada que comer’, no es fácil. Oír a mi mamá desesperada porque no tiene trabajo. ¡Duele oír esas palabras!”, explica el nicaragüense con las voz quebrada del dolor.
El hermano mayor de esa familia tenía que hacer algo, por eso llamó a su hermana Tina y le dijo; “necesito que aguanten como sea unos días mientras yo empiezo a conseguir la comida”. Henry no le contó que iba a viajar a llevarles alimentos, solo le pidió que estuviera preparada para recibir una encomienda.
Él vive en el Coyol de Alajuela con su compañera sentimental (una costarricense) y dos niños, reunió comida durante 15 días y a como pudo juntó ¢50 mil y los gastó todo en pura jama.
Estaba muy contento porque pudo adquirir atunes, sardinas, manteca, aceite, pastas, sopas instantáneas, galletas, café, azúcar, un poco de arroz y otros alimentos enlatados.
El sábado 16 de junio, mientras Henry cumplía con su jornada de trabajo en una tienda mayorista de accesorios para celular en San José centro, su pareja empacó todo en un bulto grande con zíper y lo tuvo listo para encontrarse con él esa noche en la terminal de Tuasa, en Alajuela.
Henry no se atrevió a contarle a los dueños de la tienda lo que pensaba hacer ni mucho menos a pedirles permiso para faltar unos días, por miedo a perder su empleo.
“Yo me fui sin pensarlo mucho y cuando llegué allá me di cuenta de que la situación estaba caliente”. Pese al miedo, Henry decidió cruzar a Nicaragua evadiendo el puesto fronterizo para no retrasarse, pues solo disponía de la noche del sábado, el domingo y la madrugada del lunes para llevar los víveres a su familia y regresar al trabajo. Debía recorrer los 744 kilómetros (372 kilómetros ida y otros 372 vuelta), que lo separan de su casa en El Coyol hasta Catarina, en aproximadamente 34 horas.
Por la familia
A las siete de la noche su compañera, con los ojos llorosos, le entregó el bulto con 25 kilos de comida en la teminal de Tuasa. Él ya se había cambiado de ropa, se puso algo más cómodo, una camiseta roja, pantalón corto con bolsas a los lados, tenis, gorra y una sueta, pues sabía la agotadora caminata que tenía por delante. Tampoco era bueno viajar chaneado, con celular o con mucho dinero, por aquello de un asalto.
Media hora después, cerca del City Mall, tomó un bus que iba hasta Peñas Blancas. Henry no pudo dormir las cuatro horas de viaje hasta la frontera. En su mente bailaban en desorden los recuerdos de tiempos mejores, cuando hacía esta misma ruta de noche con sus dos niños para visitar a los abuelos.
En esos momentos pensó en los motivos de semejante sacrificio. Habló con Dios como le enseñó su mamá, doña Esperanza, en el culto evangélico, para que lo protegiera de los francotiradores, los paramilitares y los asaltantes.
Lo angustiaba que su mamita solo pudiera ir a trabajar al colegio como contadora unas pocas horas a la semana, ya que las clases fueron suspendidas indefinidamente.
Recordó la frustración de Vinicio, su padre, a punto de cumplir 60 años y sin poder hacer los trámites para la jubilación, porque las oficinas públicas estaban cerradas.
El hombre de la casa, que trabajó para el gobierno 18 años como técnico electrónico, ya tampoco podía salir a manejar taxi, pues era muy peligroso cruzar las barricadas y si le dañaban la nave, ¿cómo le respondía al dueño?
Sintió una mezcla de alegría y tristeza por Tina, su única hermana, con siete meses y medio de embarazo de su segundo bebé y que con gran dificultad asistía a los controles prenatales.
En el viaje también echó de menos a su hijo mayor Róger, quien cursaba el segundo año de bachillerato en Nicaragua hasta que suspendieron las clases en su escuela por la inseguridad. Sus profesores le envían las lecciones y exámenes por email y redes sociales para que no se atrasen.
Cuando el bus paró en Liberia, Henry aún le daba vueltas en su cabeza a tantas preocupaciones. En el restaurante comió algo ligero, entró al baño por aquello y compró un botellón de un litro con agua. De ahí en adelante andaría con el estómago vacío para viajar más ligero.
Henry llegó a Peñas Blancas a las 12:30 de la noche y se sentó en el andén a esperar el nuevo día. Aprovechó la palmada en el puesto fronterizo para tantear, entre el grupo de 60 nicaragüenses que a esa hora hacían fila en el puesto de control, con quién podría pasar la frontera de contrabando. Finalmente, convenció a tres muchachos que se regresaban del todo a sus casas.
Pasar la frontera fue un queque
Solo recuerda el nombre de uno: José, quien iba para Managua muy bien vestido. “¿En serio usted va a pasar así? ¿Está loco?”, Henry le advirtió que en Nicaragua no estaban de fiesta y Chepe tuvo que sacar otra ropa de la maleta y cambiarse.
Los otros dos iban para León y Estelí. Los tres tenían algo en común: Habían renunciado a sus trabajos, llevaban algo de dinero para mantener a sus familias y estaban muy asustados.
Para Henry, entrar a Nicaragua fue la parte más sencilla de su odisea. Esperaron el cambio de guardia en la frontera y calcularon un tiempo de media hora sin vigilancia para cruzar.
“Antes de llegar a Migración, como a unos cien metros, hay varias casas y a la gente que vive allí uno les da alguito y lo dejan pasar… Ellos te abren el portoncito, uno se va recto hasta el fondo, cruza la cerca hasta donde llega su terreno y listo”. A las 5:30 de la mañana los cuatro ingresaron a Nicaragua por una trocha en medio del monte.
Poco después, se encontraron con una patrulla del Ejército de Nicaragua que les hizo el alto. Los militares solo revisaron sus cédulas, que no portaran armas o drogas en sus equipajes y los dejaron seguir.
Pasadas las seis de la mañana salieron a la carretera Panamericana. No se veía un alma. Iniciaron el recorrido a pie hacia la ciudad de Rivas, a 100 kilómetros de allí, y media hora más tarde, milagrosamente, una camionetica pick up salió de la nada y se detuvo.
Convencieron al conductor, con un dinerito, de que los llevara hasta Rivas y llegaron a una parada de buses en las afueras de la ciudad en tiempo récord: 50 minutos. Fue un recorrido tranquilo en el que Henry solo vio pasar algunos carros particulares y varios retenes del ejército a la orilla de la vía.
Ni un paso atrás
Ya en Rivas, el panorama cambió totalmente. Henry y sus tres compañeros comenzaron a ver los bloqueos con adoquines, escombros, llantas y árboles caídos sobre la ruta Panamericana.
Por temor a caer en medio de las balas de la policía y los paramilitares o el fuego de los morteros caseros de los civiles, decidieron no seguir caminando por la carretera y cruzar Rivas usando las calles secundarias de los barrios; las más alejadas, las que parecían más tranquilas.
“Toda la gente estaba encerrada. No había casi nadie en las calles, había que ir con mucho cuidado. Uno que otro andaba en la lucha y los otros asaltando”, recordó.
Tocaban en las casas a preguntar cuál era la ruta más segura. Al principio, los vecinos desconfiaban al verlos, creyendo que podrían ser paramilitares. Luego, cuando les veían las caras sudadas y las maletas cargadas, los ayudaban.
El muchacho que iba para Estelí tuvo ganas de devolverse para Costa Rica, pero sus compañeros lo animaron a continuar la marcha. Hablaban poco entre ellos, tampoco oraban.
La tensión y la zozobra dominaban al grupo, sobre todo al cruzar las calles y esquinas donde había más riesgo de que aparecieran los francotiradores en los techos. El hambre y la sed competían por desesperarlos. Henry, en ayunas, se tomaba los últimos tragos del litro de agua.
A las ocho y treinta de la mañana por fin salieron de Rivas. Caminaron sin descanso por la carretera y pasadas las 9:30 a.m., por suerte, llegaron al empalme Guanacaste.
En este cruce de caminos se puede tomar un desvío a la ciudad de Granada, otra vía que conduce a Masaya o seguir por la Panamericana hacía las costas del Pacífico. Por estos días de setiembre, Henry se asombra de los casi 57 kilómetros que caminaron en sólo dos horas y media.
Bien pellizcados
En el empalme Henry y sus tres acompañantes tomaron rumbos distintos: El que iba para León decidió quedarse allí, tal vez por miedo o para descansar. El otro siguió su camino a Estelí por la carretera a Granada. Henry y José continuaron troleando juntos.
Desde allí, cocinados por un sol diabólico, los dos siguieron su marcha evitando de nuevo la Panamericana. Entraron a las poblaciones vecinas al ver a los paramilitares, fuertemente armados y con capuchas, a bordo de camionetas oficiales.
En esa ruta de la muerte, Henry recuerda haberse detenido dos veces a pedirle agua a algún buen samaritano, mientras cruzaban los pueblos de Diriomo y Diriá, en el departamento de Granada.
En esos lugares vieron a muchas personas en la calle que iban para las manifestaciones y se mezclaron con ellas para sentirse un poco más seguros.
La gente ondeaba banderas de Nicaragua y se reunían en los parques y frente a las iglesias a protestar por los asesinatos y masacres cometidos por los paramilitares, en complicidad con la policía.
Llegando a San Juan de Oriente, poco después de la 1 de la tarde, ya sentía un terrible dolor de espalda, tenía calambres en las piernas y los pies le ardían. Completaba ya 19 horas de viaje.
Cerca del pueblo se despidió de Chepe, que siguió su rumbo a Managua, y él se desvió por un camino de tierra para no cruzar las calles principales. San Juan de Oriente, uno de los nueve municipios que con Catarina conforman el departamento de Masaya, históricamente ha sido foco de movilizaciones sociales y guerrillas. No se la podía jugar.
Llegó la salvadota
Al salir de San Juan de Oriente, Henry sintió una tremenda inyección de energía, pues solo dos interminables kilómetros lo separaban ya de Catarina y su casa. Cuando por fin entró a su pueblo le impactó verlo tan desierto y en medio de una tensa calma.
En Catarina, reconocido por sus artesanías, sus plantas ornamentales, la laguna de Apoyo y el trajín de turistas gringos y españoles, ese domingo asustaban.
Entre las pocas caras conocidas que vio en el camino lo sorprendió la de Chester, un barbero amigo de la familia que lo saludó con asombro porque sabía que Henry vivía en Costa Rica.
Chester le brindó en su casa un vaso de agua y en pocos minutos lo puso al tanto de las últimas noticias del pueblo: al alcalde, miembro del partido de gobierno, los manifestantes lo echaron de Catarina y casi le queman la casa.
Ese domingo mataron a tres personas en una marcha, entre ellas a un muchacho de 25 años que Henry conocía. Un francotirador le voló la cabeza.
A las 2:30 p.m. por fin llegó exhausto a su casa. Tocó varias veces la puerta sin que nadie respondiera. Su familia estaba encerrada. Finalmente, Tina se asomó por la celosía y se llevó una tremenda sorpresa.
“¡Entrate!” le alcanzó a gritar y le abrió la puerta. Con su familia no se quedó más de dos horas. Tiempo apenas suficiente para llamar a su compañera en Costa Rica, entregar la comida, estirar las piernas, tomar una ducha, ponerse ropa limpia que llevaba en el bulto, almorzar con ellos, abrazarlos y decir una oración.
Su madre lloró angustiada porque debía regresarse a Costa Rica esa misma tarde. Henry le sugirió a Tina que cruzaran la frontera, pero su embarazo de alto riesgo lo impedía.
Don Vinicio lo pudo acercar hasta Diriomo en su motocicleta y desde allí emprendió de nuevo su travesía a Costa Rica. Cruzó a Peñas Blancas de noche y, con suerte, pudo llegar al Coyol de Alajuela a las dos de la mañana de lunes. Henry sólo cerró los ojos con alivio cuando el bus iba por Palmares.
Hoy, más de tres meses después de su odisea, en Nicaragua se vive una tensa calma, entonces ha podido mandarle platica, pero Henry me aseguró volvería a hacer ese recorrido para visitar a su sobrina y llevar más comida si era necesario. Sólo espera que su familia se decida a viajar a Costa Rica, por lo menos mientras cesa la horrible noche en su país.