Perfil Anónimo

Sí, me enamoré del mejor amigo de mi esposo…y estamos juntos

Cuando tenía 16 años me enamoré perdidamente del hermano de una de mis amigas. Él tenía 18 años y era un “chiquito chineado y malcriado”, como decíamos en aquel tiempo: tenía carro, dinero y todos los amigos hacían lo que él les ordenaba. Tal vez todo eso me deslumbró cuando me dio “pelota”.

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Empezamos a salir y al poco tiempo tuve relaciones sexuales con él. Yo era virgen y de verdad me entregué por amor, pero ocurrió lo que a casi todas las adolescentes que entran en el plano sexual sin protección, quedé embarazada antes de cumplir los 17 años. Cuando el padre de mi novio se enteró que yo estaba embarazada lo mandó inmediatamente a vivir a Estados Unidos. Mi mamá me echó de la casa y tuve que irme a vivir a la casa de una tía, quien de alguna manera trató de ayudarme. Pasé la mayor parte del embarazo con la familia de mi tía, pero poco antes de nacer mi hija, Alberto, así se llama, regresó y tomó la determinación de buscarme.

Me llevó a vivir con él, con el inmenso problema de que económicamente dependíamos totalmente de su papá. Cuando mi hija cumplió un año, y yo ya era mayor de edad, decidimos casarnos. A pesar de que mi esposo no trabajaba ni hacía nada para cambiar la situación, seguía exigiéndole a su padre dinero, como si fuera soltero. Ahí empezaron los problemas. Peleaban de manera constante y yo no sabía qué hacer. A su padre le gustaba tener control sobre Alberto y lo hacía con el dinero.

Un día él me propuso irnos a vivir a Estados Unidos, sin que su papá lo supiera, mi hija ya tenía para entonces dos años. Le contamos a mi mamá y hermanos y ellos nos ayudaron en todos los trámites para dejar algunas cosas en manos de mi madre. Al principio pensamos en ir a trabajar y ganar dinero para no depender de su padre, pasar unos dos años ahorrando dinero y luego regresar al país. Sin embargo, el tiempo se fue alargando y la meta de trabajar por solo ese período se convirtió en 10 largos años.

En Estados unidos tuvimos dos hijos más. Mi esposo trabajaba muy duro, y ahorrábamos todo el dinero para regresar a Costa Rica. Yo deseaba trabajar, pero él no me dejaba, y siempre me decía que mi tarea como mujer era cuidar a nuestros hijos. Allá no teníamos amigos, él no dejaba que yo tuviera amistades ni hablara con nadie, salvo a un par de compañeros de trabajo de él; nunca salíamos a ninguna parte, no me dejaba maquillarme, o usar tacones altos, porque pensaba que yo podía conocer a otro hombre. Si bien es cierto nunca me pegó, no era necesario un golpe para agredirme de la manera en que lo hacía.

Era grosero conmigo y mis hijos, tenía ataques de ira y con sus gritos atemorizaba tanto a mis hijos que uno de ellos empezó a levantarse sonámbulo en las noches y otro se orinaba en la cama. No dejaba que habláramos con nadie y si por alguna razón yo llevaba a alguno de los niños a alguna actividad de la escuela, podía llamar unas 10 veces para saber a qué hora regresábamos, al punto que mejor nos íbamos para evitar problemas.

A mí me controlaba todo lo que hacía y si llamaba a Costa Rica para hablar con mi mamá o familia se sentaba a la par mía para saber qué les decía. Jamás pensar en conversar con alguien más. Mis hijos crecieron con tanto miedo de su padre que un día mi hija me dijo que en la escuela le habían enseñado que podía llamar al 911 si su papá los agredía. Yo no supe qué hacer o qué decir.

El único contacto que yo tenía con otro hombre era con su mejor amigo y compañero de trabajo, un buen hombre un poco mayor que él llamado Gustavo. Ambos andaban siempre juntos recorriendo Estados Unidos, llevando carros para compra y venta. A lo largo de esos años Gustavo vio las agresiones de Alberto hacia mí y mis hijos.

Fue una vez, por esas casualidades de la vida, que mi esposo estaba fuera de la ciudad y mi hijo menor se enfermó. Lo llamé angustiada y él me dijo que al único que podía pedirle ayuda era a Gustavo y que lo iba a llamar. Gustavo es un hombre de buen corazón e inmediatamente se comunicó conmigo para ir al hospital.

Nos recogió y de camino me preguntó cómo estaba yo; cuando le respondí que asustada y que esperaba que mi hijo no estuviera mal, él me miró a los ojos y me volvió a decir “lo que quiero saber es cómo estás”. En ese momento solté el llanto, tratando de disimular delante de mi hijo. Yo sabía lo que él me estaba cuestionando y de alguna manera me desahogué. Ese día fue tan cariñoso, me escuchó sin juzgarme y por primera vez sentí que alguien se interesó por mí.

Luego de ese día vino una llamada tras otra de su parte. ¡Sin darnos cuenta nos enamoramos! El amor que llegué a sentir por él hizo que yo me empoderara y dejé de tenerle miedo a mi esposo. De la noche a la mañana yo, la sumisa agredida, pasé a ser la que no se dejaba pegar un grito más, y mi esposo, al contrario, a ser un hombre sin poder sobre mí. Un día por fin le dije que se fuera de la casa porque no iba a aguantar más sus agresiones hacia mí o mis hijos…esa vez por primera vez me pegó. Mis hijos, siendo niños, llamaron al 911 y los policías lo sacaron de la casa con una orden de restricción.

Al poco tiempo Alberto se enteró por boca de Gustavo que él y yo nos íbamos a vivir juntos, y que no se atreviera a molestarnos. Ese mismo día decidimos regresar a Costa Rica con mis hijos, y empezar una nueva vida. Pude divorciarme y afortunadamente mi ex decidió quedarse a vivir en Estados Unidos. Más de 20 años después, Gustavo y yo seguimos viviendo juntos, terminó de criar a mis hijos quienes lo ven como un padre. Y sí, sigo enamorada del mejor amigo de mi exesposo.

¿Qué harían ustedes en esta situación? Déjenos sus comentarios abajo.

Esto es Perfil Anónimo. Envíenos su carta al correo: shirley.ugalde@nacion.com

Redacción Perfil

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