Mencionábamos que, con los cambios sucedidos en los sesentas, el goce femenino se convirtió en una parte capital de la vida sexual de las parejas y por ende, la eyaculación precoz se convirtió en una fuerte limitante del deleite mutuo.
De inmediato se comprendió que el amor es una fruta compartida y que se requiere tanto de una buena actitud femenina como de un buen desempeño masculino, para que las sensaciones orgásmicas se desaten en ambos cuerpos.
Ante este nuevo panorama, la ciencia se preguntó cuánto debía durar un hombre para ser considerado un buen amante y qué tan rápido tenía que suceder la eyaculación para que fuese considerada una eyaculación precoz.
Algunos postularon límites temporales. Se habló de minutos, de segundos; pero se entendió que el cronómetro no tenía cabida en el lecho marital.
Otros concluyeron que la eyaculación precoz podía definirse cuando un hombre era incapaz de llevar al orgasmo a su pareja al menos en el 50% de las relaciones sexuales.
Esta definición cayó en desuso porque existen mujeres que no pueden tener orgasmos aun cuando el hombre dure una eternidad sin eyacular.
Así, el asunto se fue convirtiendo en un verdadero acertijo.
Fue en los albores de los años setenta cuando se comprendió que todo hombre sexualmente sano, tiene que estar en capacidad de controlar la salida del semen según le plazca.
Bajo esta perspectiva, la ciencia comprendió que hay dos trastornos en relación a la salida del semen. Muchos hombres son incapaces de retardar la salida del semen y terminan sumamente rápido, lo que hoy llamamos eyaculación precoz.
Otros, no logran acabar, no lograr desencadenar la salida del semen al punto que terminan la relación sin haber experimentado la eyaculación, lo que se llama eyaculación retardada.
Hoy contamos con tratamientos sumamente efectivos para estas alteraciones.