El periodista tico-colombiano Héctor Guzmán regresó a Costa Rica después de dedicar 100 días a la cobertura de la guerra entre Rusia y Ucrania.
“Se siente miedo, el periodista que cubre una guerra tiene siempre la sombra de la muerte encima”, dice.
Héctor salió en marzo hacia Varsovia, Polonia; desde ese ciudad pasó a Lublín, cerca de la frontera con Ucrania y donde estuvo dos noches.
“Como ya conocía Varsovia, lo primero que hice fue irme a la estación de trenes porque es el centro más importante en conexiones de viajes por tierra. Me llevé una gran sorpresa porque a la estación no le cabía un alfiler, llegaban y llegaban refugiados.
“Tuve que abrirme campo entre la gente y de un pronto a otro me topé con un montón de niños y mamás. Estábamos como a menos seis grados Celsius. Ahí hice mi primera nota para Univisión, mostrando la cantidad tan impresionante de refugiados ucranianos en Polonia”.
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“Me impresionaron mucho los niños, el llanto, su inocencia en medio de tanto dolor y muerte; también las mamás llorando por esos niños y su futuro. Esa realidad me puso de frente con el drama de la guerra: los refugiados, que son de las primeras consecuencias”.
Se llora
Cubrir un conflicto armado siempre es duro. Ninguno se parece a otro y para Guzmán el tema pasa por la adrenalina de estar cerca de eventos que marcan la historia.
“En varia ocasiones uno se quiebra, llora y llora mucho. No fue ni una, ni dos, ni tres las veces en que con un ojo grababa y el otro lloraba. Me impacta mucho el sufrimiento de los niños porque ellos ni saben que están en guerra, pero lloran, se asustan...
“Ver esa cantidad de gente y a sus papás estresadísimos, tal vez también llorando, con el sufrimiento y la desesperación en sus rostros, y eso se lo transmiten a los niños, que por ratos juegan, como niños que son, pero se les ve muy tristes. Al ser papá de cuatro hijos pega más duro”.
Su experiencia le ha enseñado a que lo principal es informar, no puede convertir en personal el dolor que ve. o
Y luego de Polonia seguía el territorio invadido: Ucrania. Pasó la frontera en bus y no tuvo problemas, el primer destino en suelo ucraniano fue Leópolis.
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“Me acomodé en un hotel y cuando salí a recorrer la ciudad comenzaron a sonar las alarmas de bombardeo y tuve que correr al refugio subterráneo. Era muy feo, lúgubre. No entendía la voz de los parlantes, cuando pregunté me dijeron lo que significaba: ‘tomen a los niños y a los ancianos, cojan sus cosas y váyanse a los refugios, lleven sus medicinas y esperen la señal’.
“Me asusté mucho, pensaba que si caía una bomba ahí quedábamos enterrados, ¿cómo sale uno de un refugio subterráneo? Estuve una hora y se me hizo eterna”, recuerda.
Duraron seis días en darle el documento que lo acreditaba como periodista para que pudiera movilizarse y hacer su trabajo.
Le tocó esperar esa semana en Leópolis y se dedicó a cubrir algunos funerales de soldados muertos en combate, algo que también lo marcó porque fue a uno en el cual una madre desgarrada lloraba encima del ataúd.
Hablamos de los primeros días de marzo, cuando Héctor se topaba caravanas de tanques rumbo a Kiev, la capital de Ucrania, que era su objetivo a pesar de que mucha gente le advertía que no fuera.
Cuando se alistó para ir a Kiev se dio cuenta de que para esa zona de guerra tan “caliente” era obligatorio llevar chaleco antibalas y casco. Rápido los compró y se fue en tren. Tardó en llegar once horas y recuerda que el tren iba muy despacito y con las luces apagadas para no llamar la atención.
Amargo desierto
“Con mucho miedo llegué a Kiev. Me encontré una ciudad vacía, tenebrosa y bombardeada. Sentí miedo, gran miedo. Nos fuimos a la estación del metro porque era el único lugar donde se podía dormir porque Kiev tiene el metro más profundo del mundo. Para llegar a las plataformas de abordaje hay que bajar escaleras eléctricas más de cien metros”, explica.
“Al llegar me encontré con mucha gente refugiada ahí. Gente que estaba viviendo ahí por ser un lugar tan profundo y seguro. No encontré hotel en Kiev, me tocó usar un hostel, o sea, se comparte habitación con varias personas”.
Después de la capital, Guzmán se fue a Bucha, ciudad que se convirtió en símbolo del terror ruso por las muertes y las atrocidades que hizo les hizo el ejército a cientos de civiles. Se topó carros con cuerpos y hasta un grupo de cadáveres apilados y quemados.
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También siguió hasta Chernihiv, cerca de la frontera con Rusia. “Había demasiado desastre, bombardeo, destrucción, misiles a la orilla de las calles que cayeron y no explotaron. Había muchos carros de civiles incendiados, por cómo quedaron tuvo que morir mucha gente inocente porque eran carros normales, no tanques ni nada militar”.
En Chernihiv se perdió con una religiosa que lo acompañaba porque les habían dicho que durmieran en una iglesia. Les llegó la noche y sin luz y a -6 grados de temperatura el asunto se complicaba.
Vieron una luz en una casa y fueron a tocar. La familia los recibió, se entendieron en inglés y, con mucho cariño, los dueños de la vivienda hasta los acomodaron en un cuarto y los invitaron a comer.
Al día siguiente los de la casa les hicieron --por llamarlo así-- una pequeña fiesta con comida típica ucraniana.
“Esa familia pasó en un refugio cinco días sin calefacción y con bajísimas temperaturas. Tuvieron encima un tanque ruso varios días y gracias a Dios sobrevivieron, por eso también fue una celebración después del susto que vivió”.
Héctor, quien tiene 62 años y cubrió en los noventa el conflicto entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el ejército, estuvo en Afganistán después de los ataques terroristas del 2001 contra Estados Unidos; en el 2003 estuvo en Iraq cuando Estados Unidos invadió.
¿Volvería a una guerra?, le preguntamos.
“Claro. Cubrir un conflicto armado es una adrenalina especial, única y de alguna manera la experiencia en otros conflictos armados te da la fuerza para ir”.
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