La convención colectiva de Recope costará ¢46.129 millones en los próximos tres años, es decir, ¢15.376 millones anuales salidos del bolsillo de cada uno de nosotros cuando le echamos gasofia o diésel al chunche.
Parece mentira, pero es para celebrarlo, porque los beneficios concedidos a 1.683 empleados costaron ¢69.654 millones entre el 2016 y el 2019. La rebaja es gracias a las restricciones impuestas por la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas y la eliminación de excesos por la Sala IV.
Los beneficios promedio de ¢13,6 millones anuales por trabajador pasaron a ¢9,1 millones (válgame Dios) y con toda esa fiesta de millones, la Refinadora que no refina nada se hace gato bravo para formar parte de las 14 empresas estatales que aportarán hasta el 30 % de sus utilidades, durante cuatro años, para atenuar la deuda pública.
Según números de la propia refinadora, si el proyecto de ley hubiera estado vigente entre el 2016 y el 2020, se habría visto obligada a soltar ¢15.455 millones, o sea, la cifra equivale al promedio anual dedicado a pagar los beneficios de la nueva convención colectiva.
Según Recope, el proyecto de reducción de la deuda pública, incorporado al acuerdo de ajuste fiscal con el Fondo Monetario Internacional (FMI), afectaría la distribución de combustible y subiría el precio. Ahí sí se preocupan por los precios, pero no cuando con ellos les pagamos sus abusos.
Recope no está sola en su berrinche. Otras empresas públicas también se han parado de uñas, comenzando por los bancos del Estado. Si el país no puede recurrir a esas entidades para obtener temporalmente la plata necesaria para superar la grave crisis fiscal, deberá preguntarse para qué sirven.