La recién pasada Navidad, Netflix estrenó la segunda temporada de Perdidos en el espacio, una renovada serie de aquella de los años 60 en que la familia Robinson sale a buscar una tierra o un planeta prometido, para que la especie humana no se extinga.
Eso que vemos como ciencia ficción está muy cerca de convertirse en realidad.
Desde que hace poco más de 25 años entró en vigor la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático pero pocas reuniones habían tenido un resultado tan decepcionante como la concluida el domingo pasado en Madrid, España.
En el encuentro resultó imposible aprobar un texto que instara a todos los países a comprometerse el próximo año a efectuar recortes realmente importantes y rápidos en sus emisiones de gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono y el metano.
La miopía, ambición y arrogancia de los principales países contaminantes —Estados Unidos, China y la India—, junto con el oportunismo de otros de gran magnitud, recursos y responsabilidad hacia el resto de la humanidad, como Australia, Brasil y Rusia, hacen a sus líderes menospreciar la abundante prueba científica sobre la celeridad y gravedad de la crisis climática.
Nunca hemos estado más cerca de desear convertirnos en la familia Robinson a pesar de los impresionantes retos espaciales que enfrentan en su sueño de encontrar un planeta similar al que estamos destruyendo.