Con el planeta en vilo por la desgarradora invasión rusa a Ucrania, el dictador Daniel Ortega autoriza que militares rusos entren a Nicaragua.
El decreto fue publicado el 7 de junio, además, no solo se refiere a Rusia; también abre la posibilidad para el ingreso de personal y equipos de otros países: norte de Centroamérica, México, Cuba, Venezuela y EE.UU.
Sin embargo, el permiso para el ingreso de “tropas y sus equipos” de los demás países, con apenas uno o dos párrafos en el decreto, está limitado a “fines humanitarios”.
A los rusos, en cambio, se les dedican seis párrafos con propósitos que van mucho más allá.
Incluyen la posibilidad de que ingresen, de forma rotativa, 80 “efectivos militares, naves y aeronaves” rusas para participar en “ejercicios de adiestramiento” con un comando de operaciones especiales del Ejército nicaragüense y 50 más para realizar operativos conjuntos con sus fuerzas navales y aéreas, “en labores de enfrentamiento y lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado transnacional”. O sea, Presencia permanente de tropas y equipos.
Y este no es un hecho aislado. El 17 de febrero, una semana antes de la invasión a Ucrania, el viceprimer ministro ruso, Yuri Borísov, visitó Managua, se reunió con Ortega y declaró que, por encargo de Putin, parte de su misión era explorar las posibilidades de mayor cooperación con Nicaragua, incluida “la militar y la tecnológica”.
Hace bien nuestro gobierno en haber manifestado su preocupación. Lo que debe seguir, ahora, es una estrecha coordinación internacional, en particular de Estados Unidos y otros que pueden ejercer presiones e imponer límites a Ortega, para que su peligrosa iniciativa no llegue a extremos graves ni quede impune.