San Isidro de Heredia es tierra de boyeros y una de las familias con más tradición en ese cantón florense es la de los Fonseca.
Actualmente hay cuatro generaciones de boyeros con vida en esa familia: don Benedicto “Nito” Fonseca, de 78 años; su hijo Geovanni Fonseca Sánchez, de 58; su nieta María Fonseca, de 25 años, y el hijo de ella, José David Leitón Fonseca, de año y nueve meses.
Quien inició esa bonita costumbre familiar fue don Belarmino Fonseca (q.d.D.g.), padre de don Nito, quien empezó en esa afición jalando caña a los trapiches.
Con los Fonseca, La Teja inicia con una serie de historias en las que le contaremos la pasión por esta tradición muy tica, ya que el 25 de noviembre se celebra el 15 aniversario de la declaratoria del boyeo y la carreta como patrimonios intangibles de la humanidad, designados así por la Unesco.
En esta ocasión conversamos con María, de la tercera generación, y nos contó que solo ella y su prima Dafne Fonseca, también de 25 años, son las mujeres que se han interesado en continuar el legado familiar.
María asegura que lo que la ha movido es poder aportar una nueva generación de boyeros que mantengan la tradición, así como aprender de su abuelo, su padre y sus tíos (Rándall y Carlos), como lo ha hecho desde los ocho años, cuando la empezaron a llevar a los desfiles en todo el país.
“Hemos ido a desfiles en Río Grande de Paquera, hasta en ferry han andando (los bueyes), a Cañas, Cartago, Puriscal, Escazú, Alajuela, Coronado... En fin, por todo lado, por lo que ya no recuerdo cuál fue el primero al que fui”, contó María.
Al principio solo iba a ver, pero cuando se hizo más grande y ya podía jalar la yunta, como a los 11 años, se incorporó más de lleno.
Vienen creciendo
“Muchas personas de mi generación ya estamos criando la nueva cepa. Algunos ya son papás o están por serlo, ya tienen su semillita en camino. Eso fue uno de los detalles que más me gustó ver en el desfile nacional del año pasado, ver la participación de tantos niños a los que se les está enseñando que es algo muy motivante”, recordó María.
Lo importante es que los niños aprendan bien y por eso una de las primeras lecciones que les enseñan es que a los animales se deben querer y respetar.
“A los bueyes hay que írselos ganando, darles la confianza de que uno es el amo. Nos ensañaron que cuando se va a traer al animal al potrero, debemos llevar un banano o algo para darles, para ganárselos poder tocarlos. Luego nos enseñan a enyugar, a no gritarles porque se asustan. Lo demás ya viene de uno con ellos, es como una conexión, difícil de explicar, que uno hasta llora cuando vende una yunta o se muere algún animal”, agregó María.
Sobre si en algún momento, cuando estaba pequeñita, le dio miedo ese impresionante animal, nos contó que como se crió entre ellos no les temía, pero que además don Nito y don Geovanni le advertían cuando un buey era de cuidado.
Para ella existe mucho bombeta en la calle, boyeros falsos que les andan gritando a los bueyes, como para lucirse.
Humildad
Una de las claves para que esta tradición siga en pie, es que todos se ven como una gran familia y se preocupan los unos por los otros.
“Los boyeros siempre han sido muy humildes. El problema de uno es el problema de todos, muchos estuvieron muy pendientes de nosotros hace nueve meses cuando murió mi primito de siete años, que él ya era un boyerito, todos se mostraron solidarios y uno ahí ve el reflejo de la amistad”, explicó María.
Además, como se ven casi siempre en los desfiles de todo el país, los amigos de su abuelo son los abuelos de sus amigos, además ahí hasta se conocen y forman las nuevas familias.
Eso le pasó a ella, ya que conoció a su hoy esposo, José María Leitón, oriundo de Llano Grande de Cartago, en esos desfiles, primero mantuvieron una amistad y luego se casaron y formaron una familia.
Ahora, los desfiles están suspendidos por la pandemia y extrañan el poder verse cada domingo.
Don Nito y don Geovanni participaron en el primer desfile nacional de boyeros que hubo en San José (en 1997). Para esa actividad acostumbran irse a pie desde San Isidro el día anterior y acampan durante la noche en La Sabana, donde comparten con otros boyeros de todo el país tomando café y compartiendo la comida.