La primera vez que protesté en las calles tenía 17 años. Había nacido en la Nicaragua de paz así que no conocía el terror.
Daniel Ortega había vuelto a la presidencia luego de una transformación drástica de su imagen. Las palabras bélicas y los trajes militares fueron sustituidos por discursos de reconciliación y camisas floreadas por lo que asumí, equivocadamente, que Ortega era inofensivo.
Cuando llegué al punto de reunión para aquella primera protesta me llené de entusiasmo porque ya había gente manifestándose, pero al verme dentro del tumulto me di cuenta de que eran simpatizantes del gobierno. Me identificaron inmediatamente como el enemigo y entre cuatro me golpearon, me robaron y me humillaron frente a dos agentes de la Policía Nacional que permanecían indiferentes. Me dejaron ir con una amenaza: las calles le pertenecían al Frente Sandinista. Me mordí la lengua, llegué a casa y lloré. No salí en tres días.
En los diez años siguientes Ortega instauró un régimen de terror. La Juventud Sandinista, que tiempo atrás organizaba brigadas de salud y jornadas de alfabetización, era ahora un instrumento del Frente Sandinista para suprimir la disidencia pública y lograba su objetivo exitosamente. Salí a protestar después por diferentes causas, pero siempre alerta y con miedo, listo para replegarme en caso de un ataque y noté que las convocatorias se hicieron cada vez más pequeñas. Se había cumplido la profecía y Ortega controlaba las calles por completo.
Las grietas en el Frente Sandinista se han dejado ver desde hace años, pero las bases se habían mantenido sólidas. Sin embargo, tras años de negligencia y uso fraudulento de fondos públicos, además del fin de la cooperación venezolana, los programas de ayuda económica que han garantizado la estabilidad social de Nicaragua ahora peligran.
Los primeros en sublevarse fueron los campesinos. Poco a poco la protesta social volvió a ganar fuerza gracias a la revolución pacífica que se libra en el campo desde hace cinco años para acabar con la inhumana Ley del Canal Interoceánico que concesiona una franja de cientos de kilómetros de ríos y tierras a una empresa fantasma china.
El movimiento campesino y el movimiento ecológico han sido intimidados, sus integrantes han sido torturados y ha habido intervenciones militares. El golpe final ocurrió el 18 de abril del 2018: una reforma unilateral que Ortega aplicó a la ley de Seguridad Social terminó por trasladar la crisis a las ciudades.
Managua ardiente
Yo estaba en León cuando esa reforma se anunció en La Gaceta. Hubo pequeños piquetes y plantones en Managua y en León, pero fueron reprimidos con violencia por las turbas de la Juventud Sandinista.
Las fotos circularon como pólvora en las redes sociales. El gobierno convocó a sus bases para una marcha en apoyo de las reformas, pero lo que sucedió fue inaudito: los estudiantes residentes en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua en León y en la Universidad Nacional Agrónoma en Managua, históricamente con el Frente Sandinista, se negaron a participar y llamaron a una rebelión. Las imágenes de estudiantes escapando de las instalaciones universitarias en la madrugada fueron dramáticas y a la mañana siguiente se hicieron virales.
El 19 de abril viajé a Managua. Tres universidades más, la UCA, la UNI y la UPOLI se habían sumado a la revuelta y algunos de sus estudiantes se alzaron contra las reformas. Mi curiosidad pudo más que el miedo y me dirigí hacia uno de los focos del conflicto: la UNI y la UCA, una frente a la otra.
Decidí evitar las vías principales y me metí por las calles internas del reparto San Juan, el barrio donde está la UCA. Unos 300 metros antes de llegar, un grupo de diez jóvenes con las caras tapadas corría en mi dirección y entre ellos identifiqué a un primo. Él me explicó la situación.
La UNI había sido tomada por los estudiantes y se enfrentaban a la policía antimotines orteguista. Decidí seguir por mi cuenta y pensé que en caso de que la policía me viera yo actuaría como que si no fuera conmigo. No tuve problemas para llegar hasta la calle principal que separa la UCA de la UNI y entonces pude medir el tamaño del conflicto.
Había centenares de estudiantes encapuchados corriendo dentro de la Universidad y en la calle diagonal, un grupo bastante grande se enfrentaba con piedras a unos diez antimotines. Al principio los policías fueron indiferentes con los curiosos que solo observábamos, pero a medida que los estudiantes se fueron acercando los antimotines dieron la vuelta y comenzaron a disparar al aire para que nos dispersáramos.
Regresé a casa y comprobé que el régimen había botado la señal del canal 100% Noticias, uno de los pocos medios independientes de Nicaragua. Las balas sonaron toda la noche.
Un padrenuestro después del ataque
El 20 de abril había 24 territorios en protesta y la policía estaba abrumada. Nunca había surgido una lucha de manera tan espontánea y a tan gran escala. Ese día acompañé a una amiga a protestar en Nindirí, un pequeño pueblo de Masaya históricamente sandinista. Nosotros éramos unos diez y las protestas no amenazaban con volverse violentas.
A los quince minutos escuché una explosión y vi una camioneta llena de chavalos encapuchados y con camisas de la Juventud Sandinista que nos amenazaban con morteros. Uno de ellos, envalentonado, golpeó a un manifestante y le rajó la cabeza. Muchos vecinos salieron horrorizados al comprobar que los encapuchados eran de su propia comunidad. Luego del ataque, los pandilleros de la Juventud Sandinista comenzaron a rezar el Padre Nuestro.
Me llené de rabia y comencé a gritar, a dirigirme al pueblo, y lloraba sin darme cuenta. Al irse los pandilleros se nos unieron unas 150 personas para mostrarnos su solidaridad.
El 21 de abril volví a salir. En las redes sociales corrían rumores de que la policía estaba usando balas reales y que había muertos. El plantón había empezado otra vez con unas 15 personas, esta vez en Managua.
De nuevo, ni quince minutos habían pasado y nos rodearon unos 300 antimotines, la gente comenzó a refugiarse en un café cercano. Yo me quedé inmóvil, no podía creer el absurdo. Comencé a gritarles. Les preguntaba si no les daba vergüenza ver el pavor que les tenía el pueblo y vi a uno, muerto de risa, apuntarme con un rifle de salva que disparó a mis pies. Unos trabajadores del café me agarraron y me metieron al edificio. Estuvimos escondidos media hora hasta que los antimotines se fueron a reprimir otro plantón. Salimos del café para protestar de nuevo. El miedo se había ido, solo quedaba la rabia.
El 22 de abril ya hubo saqueos, organizados por la Juventud Sandinista en apoyo de la Policía Nacional. Ese día acompañé a mi tía al funeral de Álvaro Manuel, un chavalo de quince años ejecutado por un francotirador mientras apoyaba a los estudiantes en las inmediaciones de la UNI.
Ese fue uno de los días más tristes de mi vida. ¿En qué se había convertido Nicaragua? Creíamos que la sangre no volvería a correr por las calles. Traicionaron la promesa de que en este país nunca más habría mártires.
Esa tarde me reencontré con mis amigos y fuimos de farmacia en farmacia buscando medicinas para los estudiantes de la UPOLI, que todavía resistían al asedio del gobierno. La mayoría de las universidades había sucumbido, pero la UPOLI se levantó como signo de resistencia para todos los nicaragüenses. Cuando les dejamos los medicamentos, los estudiantes nos contaron que habían intentado envenenarlos con agua contaminada.
Viles. El régimen tenía que sabotear hasta las iniciativas más nobles. Las semejanzas entre Ortega y Somoza nunca antes fueron más acertadas.
Muertos, desaparecidos, paralíticos...
El 23 de abril amanecí con el estómago revuelto. A estas alturas los muertos eran 26 y había decenas de desaparecidos.
La Cámara de la Empresa Privada, hasta entonces socia de la dictadura, llamó a una marcha nacional en un acto de disidencia. El diálogo que había propuesto el gobierno no se podía hacer a menos de que hubiera condiciones mínimas entre las cuales estaba que la represión parara de inmediato.
El pueblo demandaba que Ortega y Rosario Murillo abandonaran el poder. En señal de solidaridad con los estudiantes, los marchantes rompimos filas con el COSEP y nos dirigimos hacia la UPOLI, un trayecto de 6 kilómetros a lo largo del cual gente de los barrios más humilde salió a apoyar. Los niños repetían: “¡se van!, ¡democracia sí, dictadura no!”.
Las mujeres salían con mangueras para ofrecernos agua y la gente gritaba “¡presente!” cuando se leía los nombres de los caídos. A pesar de la distancia por recorrer, unos 70.000 nicaragüenses salimos a las calles aquel lunes.
Un día después el régimen anunció que echaba para atrás con la Ley de Seguridad Social, pero Ortega no se dio cuenta de que la lucha había ido más allá y que no se trataba solo del Seguro Social, sino de años de abuso, corrupción y violencia. Volvió la “normalidad” y el régimen actuaba como si los últimos días nunca hubieran ocurrido.
Pero yo tenía otros planes. Había mucho que esclarecer así que con una amiga nos dirigimos al Chipote, una correccional a la que mandaron a varias personas. Queríamos tener la mayor información posible.
Hablé con personas desesperadas por encontrar a sus seres amados y mi aporte mínimo fue escribir sus nombres y facilitárselos a organismos de Derechos Humanos. En eso nos enteramos que el régimen había soltado a algunos presos en la carretera. Estaban descalzos, semidesnudos, con la cabeza rapada y con claras señales de tortura. Uno de los liberados con el que hablé después me aseguró que aún había personas detenidas.
La campaña de desinformación del régimen busca minimizar la escala de la masacre. Es por el trabajo de organismos de derechos humanos que sabemos que hay 63 personas asesinadas, 15 desaparecidos, 160 heridos de bala, 9 perdieron ojos, 2 paralíticos y 8 luchando por sus vidas en Cuidados Intensivos. Este baño de sangre se dio en cinco días. ¿Son estas condiciones para un diálogo? No se puede dialogar con asesinos. Ortega y Rosario Murillo deben irse.
Y las represalias del régimen vienen con todo. Los trabajadores públicos que no apoyaron la represión o se resistieron a ir a las marchas convocadas por el régimen están siendo despedidos. Lo están haciendo con administradores, maestros y doctores por igual. Se sabe que mantienen encerrados a policías que se negaron a reprimir protestas.
Ortega y Rosario van a buscar culpables, cualquier persona menos ellos. Ya han sido amenazadas y perseguidas personas de mi círculo familiar, pero no nos callaremos.
En el décimosegundo días de protestas quiero recordar al chavalo de 17 años que fui y que temía alzar la voz. No puedo evitar pensar en Álvaro Manuel, quien debió de haber estado asustado, como lo estuve yo, pero él nunca se dejó amedrentar... hasta que lo mató la bala de quien dice protegernos.
Recuerdo a su abuela. Cuando le di el pésame me insistió en que su nieto no era un delincuente, como lo presentaba el régimen de Ortega. Me acuerdo del llanto de su madre y trato de imaginar el grandísimo dolor que centenares de mis compatriotas sufren en este momento por la avaricia, la miopía, la desvergüenza, el cinismo y la cobardía de Daniel Ortega y de Rosario Murillo.
* Luis Carrión, autor de este testimonio, es estudiante.