En este Día del Trabajador le rendimos homenaje a un oficio muy antiguo, que no es para todo el mundo y que la gran mayoría de personas prefieren andarle de larguito, el de panteonero, o sea, aquella persona que con pico y pala abre los huecos en la tierra para que entierren a los recién fallecidos.
Amablemente don Alexander Jiménez Barahona, nativo de Llano Hermoso de Puriscal, nos abrió las puertas de “su” cementerio para entender un poquito mejor ese oficio de panteonero.
Él tiene 54 años de edad y 33 de ser sepulturero, como también se le conoce al oficio. Trabaja para la Municipalidad de San José, la cual administra el cementerio josefino Sagrado Corazón de Jesús en La Uruca.
Como todo puriscaleño, un pan de Dios, superamable, noble y cargado de anécdotas como panteonero. Por cierto, comenzó la conversación tirándonos una frase que nos dejó fríos al principio, pero después, analizando la amarga realidad del país, le tuvimos que dar la razón.
“Me siento más seguro dentro del cementerio, entre muertos, que afuera entre los vivos y las balas”.
Nos quedamos en silencio un instante analizando la frase y luego le dimos la razón.
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Eso sí, no ha sido panteonero de noche, lo suyo es horario de día. Lo más tarde que hizo un funeral fue a las 8:30 de la noche, justo en el cementerio Corazón de Jesús y fue porque el carro de la funeraria se descompuso viniendo de San Ramón y tuvieron que enviar otro vehículo, el cual chocaron de camino.
“Es muy tranquilo el trabajo en los cementerios, muy pacífico, pero también muy duro, doloroso, porque se ve de todo cuando se está realizando un entierro. Me han tocado entierros con muchísima gente y otros en los cuales me tengo que echar el ataúd al hombro con solo otras dos personas porque no llegaron ni cuatro personas a despedir el difunto.
“Orgullosamente siempre digo que trabajo en un cementerio. Hace 33 años, cuando inicié, sí era algo incómodo porque uno no estaba acostumbrado a trabajar con la muerte cerca. Sentía muchos nervios”, asegura el puriscaleño.
Por estos días casi no le toca abrir huecos en la tierra porque la mayoría de entierros es en nichos.
“En medio del dolor de la gente pasa también de todo, la gente te trata muy bien y también muy mal, eso es por lo que provoca el dolor del ser amado. Casi siempre alguien que me grita o insulta después llega a pedirme disculpas, algo que uno entiende perfectamente.
“Cuando alguien se pone malcriado lo que hago es ignorarlo porque uno sabe que esa persona está afectada, es mejor alejarse. Este trabajo es de muchos sentimientos y de mucha comprensión de la gente que llega con su fallecido”, explica.
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Marca de dolor
Cuando le preguntamos a don Alexander si en sus 33 años como sepulturero hay algún entierro que lo haya marcado para siempre, nos dijo que dos: el primero porque era una niña y él al ser papá de dos y ver el sufrimiento de la familia, no pudo soportar y terminó llorando amargamente.
“Ese entierro jamás lo olvidaré, una señora llegó a enterrar a su hija y no aceptaba la muerte y en instantes se metió al nicho donde estaba su hija en el ataúd y no quería salir. Demasiado desgarrador. Me tocó, junto con familiares, sacar a la señora del nicho. Fue algo inolvidable, muy doloroso, eso lo pega a uno”.
El segundo que jamás olvidará es que le llegó ese odiado día en que el muerto a enterrar es una persona amada.
“Fue aquí, en este mismo cementerio. Me tocó enterrar un gran amigo, muy querido, lloré como pocas veces”, reconoció.
-¿Lo han asustado?
En todos los cementerios hay cosillas, no se lo voy a negar. Creo que por tantos años trabajando en cementerios ya uno se vuelve más durillo. Sí he visto cosillas, pero ya las veo como algo normal.
-¿Cree en Dios?
Sí, claro y en la Virgencita de los Ángeles. Siempre que estoy alistando un nicho pongo a ese fallecido en manos de Dios. Rezo por cada fallecido que me toca enterrar, estoy convencido que es parte de lo que uno debe hacer en el trabajo.
-¿Solo es panteonero?
Hago de todo y hasta de sicólogo me toca trabajar. Aquí llega mucha gente muy afectada y cuando veo personas que llegan un día, otro y otro, llega el momento que me voy a hablar con ellos, a arrimarles el hombro.
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“Me acuerdo que cuando trabajé en el cementerio de Pavas un señor tenía la mamá enterrada e iba todos los días de la vida a la tumba y se quedaba hasta cuatro horas llorando. Cuando él no podía ir por trabajo o porque andaba fuera del país, mandaba un empleado.
“Le tenía 9 jarrones a la tumba de la mamá y decía que cada jarrón representaba un mes de los 9 que lo tuvo su mamá en la pancita. Le cambiaba las flores cada 12 días y el agua de los jarrones cada 2 días”
-¿Le gusta el trabajo?
Me encanta, espero seguir haciéndolo hasta el día que me muera y me toque que alguien aliste mi nicho o abra el hueco en la tierra.