El papito de nuestro Himno Nacional, José María Zeledón Brenes, mejor conocido como "Billo" Zeledón, fue un tata y un abuelo mágico, a quien le encantaban las tardes de cuentos con toda la familia y era especialista en hacer de la Navidad esa época mágica que alegraba los corazones, porque tenía un estilo único para decorar el arbolito y para escoger el regalo perfecto para cada quien.
Fue un apasionado de la lectura y siempre la sembró en los chiquillos de la casa, fuesen sus hijos o sus nietos. Dos de sus nietas, Estrella Zeledón Lizano (esposa del expresidente de Costa Rica Rodrigo Carazo 1978-1982, quien falleció en el 2009) y Ligia Calvo Zeledón jamás olvidarán cómo Billo hacía en verso la carta al Niñito Dios para los regalos de diciembre.
Tuvo cinco hijos de su matrimonio con Ester Venegas: Martha, la mayor; Mercedes, Amparo, Alfonso y Jorge; Doña Ligia es hija de doña Martha y doña Estrella de don Jorge.
Con estas dos nieticas de Billo conversamos en el Museo Nacional, a la par del piano que usó su abuelo para componer la letra del Himno Nacional de Costa Rica.
En ese piano se tocó por primera vez nuestro Himno con letra en 1903 y es parte de la exposición permanente que se llama “Historia de Costa Rica, siglos del XVI al XXI”.
“Ester nos intentó enseñar a tocar este piano, todas las tardes lo tocaba y quería que nos hiciéramos grandes pianistas, pero qué va, no lo logramos. Yo fui la que mejorcito lo toqué, pero tampoco fue mucho”, recuerda doña Estrella, quien al igual que doña Ligia no le quitaban la mirada al piano.
“Era el punto central de la sala de la casa de Billo, fue nuestro gran juguete musical. Siempre el piano, siempre la música, siempre la alegría. Ester lo tocaba siempre que podía y nosotros pasábamos horas escuchándola”, agregó doña Ligia.
Puro amor y cariño
Doña Ligia nos contó que su mamá siempre recordaba a Billo como un papá amoroso, divertido, alegre y muy tierno. En las casas de la Costa Rica de hace dos siglos, como no había televisores, las familias contaban historias de hadas o de espanto, pero a Billo lo que le encantaba era contar la historia de Costa Rica, de cómo fue la época de los Tinoco, por ejemplo, o cómo vivían la política.
Mientras que doña Estrella explicó que era un libre pensador, por eso no se acomodó nunca a ninguna religión, sin embargo tenía un corazón enorme, tanto así que cuando fue diputado gran parte de su salario lo daba a dos escuelitas pobres de San José y eso no se lo decía a nadie.
Agregó que cuando ella era chiquilla, a los seis años, iba a hacer la primera comunión, pero estaba muy triste, porque pensaba que como Billo no iba a misa no entraría al cielo y por eso lloró en plena iglesia.
Entonces, el padre Turcios (Froylán, sacerdote hondureño que estuvo en Costa Rica varios años, hasta su muerte en 1943) le preguntó por sus lágrimas y ella le contó.
Jamás se imaginó doña Estrella que el padre Turcios y Billo se conocían y el padrecito sabía muy bien de la buena obra del tata del himno en su comunidad, entonces el padre muerto de risa le dijo: “Ay, mijita, ni se preocupe, le aseguro que cuando se muera Billo será quien le abra las puertas del cielo”.
“Imagínese cómo me puse de contenta cuando el padrecito me dijo eso, esa fue una de las primeras grandes muestras por parte de otras personas de lo bueno que era Billo como ser humano, como padre, como abuelo, tenía un corazón enorme, siendo diputado (en 1920) lo demostró”, comentó doña Estrella.
Lo recuerdan como ese abuelito que se tiraba al suelo a jugar con ellas, que no le importaba el tiempo mientras estuviera compartiendo en familia, les dedicaba horas y las hacía felices. “Nos enseñó a sentir la patria, a querer Costa Rica con todo el corazón y a divertirnos en familia”, expresó doña Ligia.
Billo fue politiquero desde chiquillo, por eso cuando doña Ligia y doña Estrella compartieron con él lo recuerdan también como un periodista agresivo y frontal, que no se guardaba nada cuando escribía para El Diario, un periódico tico de finales del siglo antepasado.
Al abuelito le encantaba dejar su huella bien marcada en los pequeñines, por eso para diciembre, cuando llegaba el 24, todos esperaban que fuera de noche porque en todo el mes mantenía un cuarto cerrado, en el que adornaba un arbolito y acomodaba los regalos.
“Era hermoso, de nunca olvidar, cuando entrábamos a ese cuarto el 24 de diciembre estallábamos todos de felicidad, nos sentíamos ahí adentro como en otro planeta, en verdad que esa era la alegría perfecta. Así era Billo, le gustaba ser mágico, un papá y un abuelo mágico”, contaron ambas nietas.