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Pareja de ancianos se protege de furia volcánica en una lancha

Luis Rodríguez y Margaretha Straates viven de espaldas al volcán Cumbre Vieja, en la isla española de La Palma

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Margaretha Straates y Luis Rodríguez están a salvo en su pequeño barco. AFP (JORGE GUERRERO/AFP)

Margaretha y Luis, de 80 y 90 años, huyeron de su casa por la erupción del volcán Cumbre Vieja, en la isla española de La Palma hace dos semanas, y decidieron instalarse en su pequeño barco en el puerto de Tazacorte hasta que pase la emergencia.

No les gustaban las opciones de alojamiento temporal. “Se me ocurrió la idea, vamos a probar a ir a la lancha, es una lancha vieja que esta ahí, pero bueno, podemos llevarnos unas cosas e instalarnos”, explica Luis Rodríguez Díaz, cirujano del aparato digestivo ya pensionado.

La lancha “Hamurabi” tiene 6,4 metros de largo y en 35 años sólo ha reclamado un cambio de motor.

Acoge a Luis y a su mujer, la holandesa Margaretha Straates. Viven de espaldas al volcán Cumbre Vieja, que no para de señalar su presencia a golpe de explosiones.

Margaretha y Luis pasan el tiempo en la parte trasera del barco, con una radio, una pequeña nevera, la computadora de ella --con acceso a wifi-- y un gato adoptado en su huida que se esconde en el camarote cuando ve a los periodistas.

La pareja tiene poco campo, pero la van pasando lejos del peligro. AFP (JORGE GUERRERO/AFP)

El lugar es pequeño y obliga a alguna contorsión, no siempre bien resuelta, porque Margaretha se golpea la cabeza cada vez que entra en el camarote. ”Llevo ya tres chichotas”, lamenta.

Salvar la vida

Ambos vivían en Todoque, un pueblo prácticamente borrado del mapa por la lava, y tuvieron que salir a toda prisa de sus hogares.

“Llegó allí la Guardia Civil y nos dice: ‘tienen ustedes que evacuar, pero de inmediato, rápidamente’. Y allá nos salimos con lo que teníamos puesto”, narra él.

Nunca imaginaron que la erupción fuera tan violenta y destructiva --ha borrado ya más de 1.000 edificaciones--, engañados, como muchos, por lo que pasó con el volcán Teneguía, que en 1971 “era un volcán amable y destrozó muy poco”, dice ella.

El 1 de octubre la pareja sabía que su casa estaba en pie, pero eso no bastaba para calmar la angustia: “estamos muy malamente, muy malamente”, afirma ella.

El matrimonio es conversador y muestra muy buen ánimo ante la adversidad, ayudado quizás por una vida de mudanzas.

Él es español, de El Ferrol (noroeste) y ella holandesa, de Amsterdam.

A mediados de los años 50, la hermana de Luis le regaló un viaje por Europa en premio por haber aprobado la carrera de medicina.

“Estaba en un parque de Amsterdam junto a mi mejor amiga y nos encontramos al hombre más sexy que había visto”, evoca Margaretha, que tenía entonces 16 años.

Margaretha Straates adoptó un gato cuando dejaba atrás su casa con su marido, Luis. AFP (JORGE GUERRERO/AFP)

Mucho viaje

Intercambiaron sus direcciones y se casaron un tiempo más tarde en Gibraltar, porque en España existía sólo el matrimonio religioso.

Entre otros lugares vivieron en Londres y Zimbabue (entonces la Rhodesia británica).

En 1977 estimaron que era el momento de volver a España, por la inestabilidad en la colonia británica que acabaría tres años después en la independencia, pero también por la muerte del dictador Francisco Franco (1939-1975), ferrolano como Luis.

“Ahora que ya no está el régimen anterior de Franco, es mejor irse a España porque voy subiendo de edad” se dijo Luis, temiendo “no volver jamás”.

Sesenta años de matrimonio, dos semanas en un espacio pequeño, y una erupción volcánica dan para alguna discusión, pero las resuelven con elegancia.

El Cumbre Vieja ha trastornado la vida en una parte de la isla de La Palma. AFP (JORGE GUERRERO/AFP)

Son figuras reconocibles en el puerto de Tazacorte, que estos días atrae a decenas de curiosos porque es uno de los pocos puntos de la isla desde donde se ven tanto el cono del Cumbre Vieja como el recorrido de la lava y su caída en cascada al mar.

En el puerto hay baños, lavadoras y restaurantes, y además suelen subir al pueblo a diario.

“Nadie, nadie” les puede decir cuando podrán volver a casa, lamenta Margaretha.

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