En una silla de ruedas, Aristina se capea barricadas para llegar a la iglesia; a unas cuadras, frente al cementerio donde entierran a tres baleados, Denis vende queso artesanal: los nicaragüenses intentan seguir su vida bajo el caos y el temor.
Enormes trincheras de adoquines arrancados de la calle bloquean vías en ciudades y pueblos, como protesta contra el gobierno de Daniel Ortega y protección frente a los antimotines y parapoliciales que andan fuertemente armados.
A sus 78 años, Aristina Cerdas no permite que eso la detenga y su hijo la lleva al templo de un humilde barrio de la rebelde y laboriosa ciudad de Masaya, la más reprimida en las protestas que dejan más de 200 muertos en dos meses.
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“No tengo miedo de ir: en la iglesia es donde me fortalezco. Tenemos que orar mucho, porque la situación ha estado bastante fregada”, dice la anciana mientras su hijo empuja la silla. Va apurado por temor a un tiroteo.
Muchas pulperías y otros negocios atienden a sus clientes a puerta cerrada, pero otros se arriesgan aunque de lejos se escuche un balazo o el estallido de una mortero artesanal.
Agitando un matamoscas sobre la mesa con trozos de queso fresco, Denis López y su esposa Johana cuentan que se arriesgan a permanecer en una esquina porque deben dar de comer a tres pequeños niños.
“Tenemos miedo a que nos maten, pero si no vendemos no comemos. Por las balaceras no podemos salir de nuestras casas y, si lo hacemos, es a buscar el pan de cada día para nuestros hijos”, dice López, ajustando un vieja balanza manual.
Desde su puesto, se divisa un grupo de pobladores que asiste al funeral de tres habitantes de Masaya que murieron por disparos la víspera, durante una violenta incursión de las fuerzas policiales y civiles encapuchados y armados que intentan retomar el control de la ciudad.
Cuando arrecian las balaceras, se refugian en la pulpería de la esquina; pero no pueden dejar de trabajar ni dejar perder el producto, explica Johanna. El queso no les aguanta más de tres días, sin refrigeración.
Más allá, en el parque central de Masaya, Francis Vega, de 30 años, anda con un carretón azul. “Yo me atrevo a salir porque tengo cuatro hijos, como la gente no sale yo estoy llevando las verduras a las casas. Si me van a matar, va a ser trabajando”, dice la valiente mujer.
Las tradiciones en este país centroamericano marcan la rutina diaria: los domingos se desayuna tamales de maíz y cerdo, con la puesta del sol la gente saca sillas a la acera para platicar, cuando ya bajó el calor y al caer la noche aparecen las “fritangas”, ventas de comida frita en plena calle.
Jessica Vivas, de 36 años, está sentada en la puerta de su casa con cuatro familiares. “Estamos agarrando aire, dándole agua a los muchachos (manifestantes) y hablando de tristezas porque por aquí cayó (murió) un chavalo”, afirma.
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Sentada en una esquina, en banquita de madera, Bertha López, de 65 años, ofrece tajadas de plátanos fritos. A su lado se abre una enorme zanja que corta el paso a los vehículos.
“Cuando viene la bulla (disturbio) me meto en esa casa”, cuenta Bertha. Al frente de su puesto, cubriendo una barricada de adoquines se lee en una manta negra en letras rojas: “Ortega vende patria”.
Un carrito de helados recorre algunas calles del centro de Masaya sonando una campanita. Cerca de unas barricadas, en otro barrio de Masaya, un grupo de niños juega beisbol, el deporte nacional. “Sos muy malo, te ponché”, se burla el pitcher del bateador.
En una mesita en el patio, junto a una cartón de huevos y una canasta de cebollas, tomates y chiltomas (pimientos), Concepción Gaitán levantó un altar con imágenes de yeso, velas y flores artificiales.
“No podemos ni trabajar. Le pido a Jesús y a la Virgen que llegue la paz. No queremos más sangre”, afirmó la mujer de 68 años, en chancletas y delantal.
Aristina llegó puntual a la iglesia. Denis quedó más preocupado porque los vecinos no salen a comprar por temor. “Ya queremos que se acabe esto, no podemos seguir así, si no morimos por una bala, nos vamos a morir de hambre”, lamentó.