Lidia Tikhovska observa el cráter del último misil ruso que cayó sobre Kiev y entre los escombros imagina los restos carbonizados de su hijo, que murió en el ataque.
“Está tirado junto al coche, pero no me dejan pasar”, susurra la mujer, de 83 años. Su hijo, de 58 años, acababa de salir de la tienda donde había ido a comprar comida y otros productos básicos. Justo después, el misil explotó. Fue el segundo del día.
El hoyo negro que dejó en el suelo es lo suficientemente amplio para que quepa un coche. Alrededor, un grupo de policías y socorristas miden su profundidad.
El misil cayó al lado del edificio donde vive Tikhovska, pero ella solo fija la mirada donde, según un socorrista, está el cuerpo de su hijo Vitali.
“Dicen que está demasiado quemado, que no lo reconocería, pero lo quiero ver de todos modos”, dice.
Las lágrimas corren por sus pálidas mejillas mientras se aferra un poco más al codo de su nieto para apoyarse.
“Ahora estaré sola en mi piso. ¿De qué me servirá?”, se pregunta.
“Le deseo a Rusia la misma pena que siento ahora”, dice, sacudiendo la cabeza.
Contraseñas
Estos últimos días, los combates se intensificaron en Ucrania, desde que Rusia inició la invasión el 24 de febrero.
En Kiev, capital ucraniana, los enfrentamientos en el noroeste se acompañan ahora de ataques con misiles de largo alcance. Solo el lunes, al menos dos personas murieron y una docena resultó herida.
También se está abriendo un segundo ataque en los distritos industriales del noreste de la capital, una zona un poco más alejada.
Ante el creciente peligro, en los puestos de control, los voluntarios armados exigen contraseñas siempre diferentes a los conductores de los coches que pasan.
Los soldados alternan el color de las cintas que llevan en los codos y las pantorrillas para distinguir mejor a los ucranianos de los saboteadores rusos.
Esta paranoia en las desiertas calles va acompañada de una actitud desafiante hacia las fuerzas del presidente ruso Vladimir Putin.
Pánico
El alcalde de Kiev, Vitali Klitschko, está a pocos pasos de los restos del hijo de Lidia Tikhovska.
El chaleco antibalas de este antiguo campeón de boxeo, rodeado de guardaespaldas fuertemente armados, luce diminuto sobre su pecho cuadrado.
“Los rusos quieren sembrar el pánico en nuestra ciudad”, exclama. “Pero nunca pasará. Solo motivará aún más a los ucranianos a defender la ciudad”, agrega.
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De repente, se escuchan una serie de explosiones desde el frente norte de Kiev, por lo que vuelve a subir a su coche.
Mientras tanto, los residentes de la zona aún tratan de entender por qué Rusia decidió golpear dos veces, en el espacio de unas pocas horas, esta parte somnolienta de su ciudad.
Más terror
Oleksiy Goncharenko, un diputado ucraniano que tomó las armas, no esconde su rabia ante Rusia y los occidentales que, según él, no apoyan lo suficiente a su país.
“Aquí no hay objetivos militares”, asegura el hombre, de 42 años, después de trasladarse a los lugares donde cayeron los misiles.
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“Solo atacan por el placer de atacar. Quieren más terror, aterrorizar aún más a las personas”, opina.
No le falta razón. Muchos ciudadanos, como Vera Rechechkova, tienen miedo.
“Compramos comida en este quiosco el otro día y ahora, la persona que trabajaba ahí quizás ya no vive”, dice esta mujer de 26 años, que trabaja como peluquera.
Junto a su novio, observan la situación a una manzana del lugar donde cayó el misil. “Es simplemente horrible. No le deseo el mal a nadie, pero Putin...”, dice, con un pañuelo en mano.