México
AFP
A la una y nueve minutos de la tarde del 19 de setiembre, (hoy hace ocho días) Lucía Zamora trabajaba tranquila en su escritorio y cinco minutos después estaba atrapada entre escombros del edificio derrumbado de su oficina, en el barrio Roma de Ciudad de México.
Los primeros días se vivieron escenas dramáticas para intentar llegar a los sobrevivientes con picos, palas o simplemente con las manos. La Marina mexicana dice que ha recuperado 102 cuerpos y ha rescatado a 115 personas con vida. 38 edificios cayeron en la Ciudad de México tras el sismo de 7,1 que dejó, al menos, 182 muertos.
De 36 años, complexión delgada y dedicada a la consultoría de mercado, pasó más de treinta horas encerrada en un reducido espacio entre los escombros del edificio de seis pisos de la calle de Alvaro Obregón número 286. Lucía trabajaba en el tercero.
Afuera de la montaña de destrozos, unas 40 familias rezan para que sus seres queridos atrapados en ese inmueble sean rescatados sanos y salvos, como Lucía.
A casi cuatro días de salir por el hueco que hicieron los rescatistas, Lucía sigue acomodando sus recuerdos, y después del “shock” dice que ahora busca saber por qué se ganó esta “segunda oportunidad” de vida. Pero eso lo hará con “tranquilidad”. Por lo pronto, no quiere salir de casa de su hermana.
Tiene claros varios momentos: “Comenzó a temblar y tomé mi celular y me dirigí a la recepción, y un compañero, Isaac, nos decía que nos dirigiéramos hacia las escaleras de emergencia y no alcancé a llegar, me quedé a la mitad del camino cuando el techo se desplomó encima de nosotros”, relata.
Lo peor apenas empezaba: “Cuando terminó de caer todo (...) se escuchaban gritos, alaridos, gente llorando, y lo primero que hice fue tomar mi celular, ver si podía hacer una llamada pero no había llamadas, después recuerdo que recé”.
La distancia entre su cara y una loza de cemento era de apenas un palmo.
“Me di cuenta de que estaba ilesa, solo tenía raspones, y que estaba al lado de Isaac”, que también fue rescatado el mismo miércoles 20 de setiembre en la noche, añade.
En la oscuridad, Lucía perdió algo la conciencia del tiempo y espacio. “Creo que estaba parada, inclinada, recargada hacia la derecha, y a mi lado estaba Isaac boca abajo, prácticamente no podía moverme”, dice.
Entonces comenzaron a hablarse: ”¿Estás bien? ¿No tienes heridas? ¿Estás sangrando?”, se preguntaron.
“Conforme pasaban las horas poco a poco fuimos aceptando la realidad y cada vez que escuchábamos ruidos gritábamos sin parar para que nos escucharan, gritábamos ‘íAyuda! íEstamos aquí!‘”, recuerda.
Ambos se preguntaban qué habría pasado con el resto de las personas del edificio e intentaban ubicar el lugar exacto en que estaban atrapados.
También dudaron de si habían hecho algo mal que les impidiera escapar a tiempo. Pero Isaac le decía: ”íbamos hacia la escalera de emergencia, hicimos lo que teníamos que hacer”.
Se turnaban para darse fuerza emocional. Lucía por momentos le hablaba de que “dos pasos más” y tal vez hubieran muerto aplastados, aunque la mayoría del tiempo estaba animada por “el simple hecho de que seguía viva”.
Luego escucharon la voz de otra mujer que trabajaba en el cuarto piso; las gargantas para que los rescatistas los escucharan ahora eran tres.
“Paula ¿escuchas ruidos? ¿Qué se oye por allá?”, le preguntaban Lucía e Isaac.
“El rescate fue hasta el otro día, no tengo muy claras las horas, pero como entre cuatro y cinco de la tarde (del miércoles 20 de setiembre) comenzamos a escuchar muchos ruidos y la maquinaria cada vez más cerca. Ahí fue cuando más y más nos unimos para gritar”, continúa Lucía.
Hasta que por fin “escuchamos decir a un hombre ‘¿están ahí?’ y (...) nos llenamos de una alegría muy especial”, describe. Pero pasaron otras cinco o seis horas para que fueran liberados.
Cuando ya sabían que la probabilidad de seguir con sus vidas era cada vez más alta, la voz de los socorristas fue su oxígeno.
“Nos hacían bromas, nos hacían prometerles que les invitaríamos una cena, me decían que ya habían visto una foto mía y que tenía una sonrisa muy linda”, prosigue entre risas.
“Nadie debe perder la esperanza en la vocación de estas personas”. Hace una pausa, suspira y sigue: “estiré un brazo y el rescatista me tomó de la mano y para mí fue un respiro, aunque todavía no veía la luz, me pusieron un arnés y me terminaron de sacar”.
Al salir “estaba lloviendo y la lluvia en la cara fue la sensación más maravillosa de la vida, de gratitud, y todos (los rescatistas) aplaudían (...) cada vida que salvan es una gran celebración, lo toman como un nacimiento”, concluye Lucía.
Aún se dice “incrédula de haber salido con tan pocas heridas”: solo moretones, especialmente en su pierna derecha.