Casi dos meses bajo las bombas rusas en Mariúpol llevaron a los Tishchenko-Komisarova a idear un peligroso plan de huida: salir a pie de la ciudad atacada junto a sus cuatro hijos, con la esperanza de encontrar algo de normalidad en otro lugar de Ucrania.
El jueves ya estaban en un centro de acogida de desplazados en Zaporiyia, la primera gran ciudad del sur que sigue bajo el control de las autoridades ucranianas después de un viaje que los dejó demacrados.
Entre sonrisas y lágrimas, mientras esperaban en el andén de una estación un tren hacia Leópolis, en el oeste del país, la familia explicó su increíble viaje.
Evgueni Tichtchenko, un técnico de 37 años y su esposa Tetiana Komisarova, cinco años mayor que él, dicen que se lo “contaron todo” sobre su proyecto a sus hijos Yulia, Sachko, Anna e Ivan, de 6, 8, 10 y 12 años respectivamente.
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“Les explicamos durante dos meses, mientras estábamos en el sótano, a dónde iríamos (...) Les preparamos para este largo viaje” que les llevaría a Zaporiyia, a 225 km de distancia. “Lo vivieron como una aventura”, dice.
Un domingo, los Tichtchenko-Komisarova tomaron la decisión y llevaron a sus hijos fuera de su edificio, a una zona que no habían abandonado desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero.
“Cuando los niños lo vieron (Mariúpol destruida), caminaron en silencio”, recuerda Evgueni. “No sé qué pasaba por sus cabezas. Tal vez ellos también no podían creer que nuestra ciudad ya no existía”.
Los adultos, sin embargo, sabían la verdad. Todos los días desafiaban la guerra para robar comida y agua de las tiendas que quedaron abiertas a los cuatro vientos por los proyectiles. También vieron cadáveres.
“Parecía menos aterrador morir en un bombardeo que de hambre”, dice Tetiana.
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“No teníamos tanto miedo”
Anna, una de las niñas, recuerda la vida en el sótano. “Dormir en el cemento no era lo mejor”, dice, pero “jugábamos con nuestros amigos” Artiom, Artour y Alina, tres hijos de vecinos.
Durante los bombardeos, “no teníamos tanto miedo”, dice la niña. “El edificio temblaba mucho y había mucho polvo (...) No era agradable respirar”.
Dejar Mariúpol fue, en cambio, “duro” para Anna, porque “teníamos que llevar nuestras maletas y eran pesadas”.
Finalmente su padre encontró un carrito viejo de tres ruedas, que apodó “carro de oro”, tan oxidado como si hubiera pasado diez años bajo el agua.
“Mi esposa empujaba a nuestra pequeña en su triciclo. Y yo empujaba el carro, a menudo con uno de los niños encima”, además de varias bolsas de pertenencias, recuerda. “Los otros dos caminaban a mi lado”.
En cinco días y cuatro noches de viaje, los Tishchenko-Komisarova pasaron por numerosos puestos de control rusos.
“Les dijimos que íbamos a ver a unos familiares”, dice el padre. Los soldados de Moscú “no nos trataron como enemigos, sino que intentaron ayudarnos”, recuerda.
“Pero cada vez nos preguntaban: ‘¿De dónde son? ¿De Mariúpol? Pero, ¿por qué van en esa dirección, por qué no vas a Rusia?”.
“Vivir en Ucrania”
Por la noche, toda la familia dormía en las casas de los lugareños, donde estaban bien alimentados. Durante el día avanzaban contra viento y marea.
Hasta que se cruzaron con Dmitro Jirnikov, un habitante de Pologui, una ciudad controlada por los rusos situada a unos 100 km de Zaporiyia.
“Iba a Pologui cuando vi a esta familia empujando un carro”, recuerda este hombre que va regularmente a Zaporiyia a vender las verduras que produce su familia. “Me detuve y les dije que pusieran sus cosas en mi remolque”.
Después de 125 km a pie, Tetiana, Evgueni y sus hijos terminaron su viaje en la maltrecha furgoneta de Jirnikov.
El viernes, los Tishchenko-Komisarova se apiñaron con sus escasas posesiones en un estrecho compartimento de un tren hacia Leópolis.
Luego planean trasladarse a Ivano-Frankivsk, otra gran ciudad del oeste de Ucrania, para retomar una vida normal.
“Nunca podemos olvidar lo que hemos pasado. No debemos olvidar. Pero debemos mantener el ánimo y levantar a nuestros pequeños”, dice el padre.