La cifra de 17 víctimas mortales le hizo ganarse a Jeffrey Dahmer el macabro apodo de “el caníbal de Milwaukee”.
Sin duda es una historia espeluznante porque su morbo no pasaba únicamente por matar, sino que disfrutaba, sobre todo, de tener relaciones sexuales con las personas muertas, descuartizar sus cuerpos, comerse y hasta a veces exponer sus partes como trofeos.
Dahmer tenía una particularidad que lo diferenciaba de la gran mayoría de los asesinos en serie que los sicólogos forenses estudian. Según declaró desde la cárcel, no estaba enojado con sus padres ni la sociedad.
El nombre de este asesino se ha hecho popular en estos días por una serie de Netflix que retrata su escabrosa forma de actuar con sus víctimas y cuenta su historia de una forma que mantiene a los espectadores hipnotizados.
Rubio, de ojos celestes y fanático de Star Wars, de niño no llamaba demasiado la atención salvo por un detalle: su compulsión por coleccionar animales muertos. Sin embargo, su padre no prestó inicialmente atención a este preocupante indicio. “Se dedicaba a investigar cómo eran los animales por dentro, al mismo tiempo que se estaba desarrollando su sexualidad”, manifestó.
El joven Dahmer cazaba, torturaba, diseccionaba y finalmente ponía a los animales en ácido para quedarse con sus esqueletos. Una práctica que repetiría más tarde con humanos.
Modus operandi
En la secundaria, participaba del diario escolar y jugaba al tenis. Pero ya era percibido por sus compañeros como alguien “raro” e introvertido.
Justo antes de cumplir sus 18 años, sus padres se divorciaron. Acosado desde su pubertad por sus extrañas fantasías de tener sexo con hombres muertos, se refugió en las drogas y el alcohol.
Ese mismo año, en junio de 1978, levantó en su auto a Steven Hicks, un joven que pedía un aventón al costado de la ruta. Sería su primera víctima. Lo llevó a su casa, le pegó con una barra de hierro en la cabeza, lo violó y finalmente lo asesinó.
Como no sabía qué hacer con el cadáver, lo desmembró y lo puso en bolsas que colocó en su auto para tirar en algún basurero. En el trayecto lo frenó la policía, que lo cuestionó acerca del contenido de las bolsas. Él contestó que era basura y lo dejaron seguir de largo.
Asustado por ese encuentro cercano con las autoridades, decidió volver a su casa con el cuerpo mutilado. Algunas piezas las colocó en el sótano y otras en la tubería sin contarle a nadie lo que había hecho.
Su padre se volvió a casar y, junto con su nueva esposa, motivaron a Jeffrey para que entrara a la universidad. Lo hizo, pero no pudo sostenerse sus adicciones. También probó con ir al ejército, pero fue expulsado y terminó mudándose con su abuela.
Después de su primer asesinato, Dahmer se refugió en la religión católica y suprimió sus impulsos asesinos durante un tiempo. La convivencia con su abuela lo ayudó a mantenerse lejos de los crímenes, aunque no bastó.
Ocho años más tarde, sumido de nuevo en el alcoholismo, despertó una noche en una habitación de un hotel con un hombre muerto a su lado. Según manifestó, no era consciente de haberlo matado, pero el cadáver tenía marcas en los brazos que demostraban resistencia.
Creció
Su determinación por matar se dio cada vez con más frecuencia. Cometió dos asesinatos en 1988, otro en 1989, cuatro en 1990 y ocho en 1991.
El 6 de mayo de 1991 Jeffrey se le acercó a un desconocido de 14 años en el centro comercial Grand Avenue y le ofreció dinero para sacarle unas fotos desnudo en su departamento. El joven, llamado Konerak Sinthasomphone, cayó en la trampa y aceptó sin saber que Dahmer cumplía, en libertad, una condena por haber agredido sexualmente a su hermano Keison.
A partir de entonces, comenzó una sucesión de atrocidades del homicida y de negligencias por parte de la policía. En un momento dado, Konerak logró escapar desnudo del departamento de su agresor después de haber sido violado y con un agujero en la cabeza por el que Jeffrey le había colocado ácido hidroclórico para afectar su cerebro, una práctica que llevaba a cabo para tener el control sobre las personas.
Al adolescente lo encontraron dos mujeres, Sandra Smith y Nicole Childress, que llamaron a la policía. Pero antes apareció Dahmer, quien alegó que Konerak era amigo suyo y solía tomar mucho alcohol durante los fines de semana. Las transeúntes no se convencieron de tal versión, pero persuadió a los oficiales que acudieron al lugar, probablemente guiados por criterios racistas y homofóbicos.
De hecho, tiempo después trascendió un audio en el que se escuchaba: “El hombre asiático desnudo e intoxicado (risas de fondo) fue devuelto a su novio sobrio (más risas)”. Lo que sucedió más tarde fue predecible. Trece minutos después de la escena en la calle, Dahmer lo asesinó.
El 22 de julio siguiente, otro hombre corría por la calle en busca de ayuda. Su nombre era Tracy Edwards y se escapaba del asesino en serie que le había colocado una esposas de las que había conseguido librarse. Edwards se metió en un coche de policía que patrullaba la zona y contó su versión de los hechos.
A pesar de que destilaba un fuerte olor a alcohol, los oficiales se acercaron a la dirección que él les había propiciado y llegaron así al domicilio de Dahmer. Después de conversar con él, entraron a su casa y encontraron todo tipo de evidencia.
Entre otras cosas, 83 fotos donde se veían los cuerpos descuartizados de sus víctimas, torsos humanos disueltos en químicos y hasta carne humana en el congelador. Tiempo después explicó por qué se comía a sus víctimas: “Era una manera de sentir que eran parte de mí”.
Fue capturado allí mismo y condenado el 15 de febrero de 1992 a 15 cadenas perpetuas consecutivas, es decir, 936 años de prisión. Una vez en la celda, se atrevía a hacer chistes bastante arriesgados frente a sus compañeros de cárcel, advirtiéndoles que mordía y que se los podía comer.
Fue en el Instituto Correccional de Columbia donde el “caníbal de Milwaukee” terminó sus días. Dos reos, Christopher Scarver y Jesse Anderson, lo mataron a golpes a sus 34 años. Solo llegó a cumplir tres de los 936 años de prisión a los que había sido condenado.