@maxenmiami Mi historia ✍️🏝🙌
♬ original sound - Max Rodríguez
Para hacer los sueños realidad hay que ser valientes y persistentes, una combinación que reúne el tatuador costarricense Max Rodríguez Zamora, quien gracias a su talento ahora trabaja en uno de los estudios más famosos del mundo.
La historia de este vecino de San Isidro de Heredia es impresionante y motivadora, pues pasó de vender empanadas en la “U”, para lograr comprarse su primera máquina, a ser la mano derecha del famoso artista Ami James, muy conocido en el mundo por el programa “Miami Ink”.
Por medio de TikTok, Max, de 28 años, ha dado a conocer parte de su vida y su perfil se ha vuelto una fuente de inspiración para muchos.
Por eso lo contactamos y nos demostró que tiene los pies en el suelo, a pesar de estar en las “grandes ligas” del tatuaje. Él nos confirmó que es un verdadero ejemplo de vida.
Esta es la primera de una serie de notas que saldrán publicadas sobre Max en los próximos días sobre cómo su perseverancia y talento lo han hecho destacar.
De abajo.
Max empezó a tatuar bastante joven, al principio no le iba tan bien, pues si bien dibujaba excelente, no es lo mismo tener que hacer un diseño en el papel que en el cuerpo de una persona, ya que se mueve y las superficies no son planas.
Tampoco había nadie que le explicara, ya que en ese tiempo, los tatuadores tenían un círculo bastante cerrado y costaba mucho que admitieran a alguien o que le transmitieran su conocimiento. Eso lo frustró en los primeros años, pero él no se arrugó.
“Tengo una facilidad más grande para el arte que para cualquier otra cosa, dibujar siempre fue mi pasatiempo, cuando otros niños estaban jugando, yo estaba con mi lápiz y mi hoja. En el cole fue parecido, en las materias normales no me iba tan bien, pero todo lo que fuera manual o plástico para mí era más sencillo.
“Tenía como 16 años y me hice una máquina casera, pero nunca tatué a nadie con esa máquina, lo que quería era experimentar y ver qué tan difícil era tatuar, imagínese que esos tatuajes en piel de práctica eran peores que los primeros que hice con una máquina real”, contó.
LEA MÁS: Amantes de los tatuajes piden diseños en los lugares menos pensados
Como vio que con la máquina hechiza no le funcionaba, se puso a buscar una que sí le funcionara y ahí volvió a pegar con pared.
“Era muy difícil porque los únicos que tenían eran los tatuadores y ellos aunque no las usaran no se las iban a vender a nadie porque eso significaba abrirle la puerta a la competencia y nadie lo iba a hacer. Cuando yo iba con mi prima a que ella se tatuara, les decía a los maes que a mí me interesaba y se reían o se burlaban porque me veían como un chamaco, para peores yo a los 14 o 15 años parecía de 10″, dijo.
El sol empezó a brillar cuando tenía 17 años, ya que se dio cuenta que el papá de un amigo que trabajaba en aduanas iba a subastar un kit para tatuar debido a que nadie lo reclamó. Como Max era un carajillo no tenía la harina suficiente para comprarlo de la noche a la mañana, pidió plata prestada y a lo más que llegó fue a 15, pero la máquina costaba 80 mil.
Sin embargo, lo que está para uno nadie se lo quita y cuando ya le había echado tierra a la oportunidad, su compa le dio una gran noticia.
“Él le dio la plata del alquiler de la casa al papá, yo no sabía ni qué decirle. Al final, le dije que mejor se lo dejara y hasta que yo pudiera pagarle me lo diera porque apenas estaba entrando a la U y no me daba la plata para pagarle antes de que terminara el mes”, señaló.
Ahí fue donde se puso a hacerle mente de qué podría hacer para recoger ese dinero y se dio cuenta que en la soda de la universidad vendían comida carísima y que había nicho para vender algunas cositas.
“De las pocas cosas que sabía hacer eran empanadas saladas y dulces y cupcakes, entonces invertí los 15 mil que tenía y compré ingredientes, les dije a los compas que iba a llevar para vender, me levanté temprano al siguiente día, las llevé y todo mundo me apoyó”, comentó.
Al ver que la plata le llegaba, se ilusionó y fue a pagar el kit, pero ahí se topó ante otra prueba.
“Estaba todo oxidado por estar metido en una bodega, fue una embarcada. Entonces me puse a investigar para ver cómo le cambiaba las piezas y me tocó seguir cocinando para comprarle tintas, luego una camilla, que todavía guardo porque me costó muchas madrugadas”, aseguró.
Compró una cocina de gas y siguió vendiendo empanadas a vecinos, compas y gente que trabajaba en construcción cerca de su hogar.
Tiempo después fue agarrando más bolados a la hora de tatuar y su vida ahora es otra, aunque ya gana más platita y es reconocido, no pierde la humildad, ni tampoco el toque para hacer empanaditas.
“Mi esposa me pasa pidiendo empanaditas para desayunar, más ahora que estoy aquí que no se consigue tan fácil”, agregó.
LEA MAÑANA: ¿Cómo el tatuador tico Max Rodríguez llegó al prestigioso estudio de Miami Ink?