Una explosión marcó la vida de don Jorge Alberto Cordero Chinchilla ya que lo convirtió en héroe desde que tenía 14 años.
Este asesor en servicios funerarios, actualmente de 66 años, nos narró la dramática historia que ocurrió el 12 de octubre de 1970.
Alberto --como lo conocen sus amigos-- tenía un antojo de arroz con pollo, por lo que le pidió a su papá, don Andrés Carvajal, que lo acompañara a comprarlo y darse ese gustito.
Eran las 7:10 de la noche cuando Alberto y su papá --conocido como Nero Carvajal-- estaban sentados en la barra del restaurante chino Busito (actualmente parqueo La Orquídea), que quedaba en San José, por La casa del tornillo.
En el restaurante, dos cocineras le ponían bonito para sacar el pedido.
“En ese momento el restaurante estaba vacío, solo estábamos nosotros, la china era la que estaba cobrando, mientras que su hija de año y medio, estaba jugando cerquita”, recuerda Alberto.
En ese momento, un olor horrible alertó al joven de que algo andaba mal.
“No sabía qué era ese olor. Volví a ver en ese momento que el reloj daba las 7:25 de la noche, un chino que estaba en la cocina tenía abrazado un cilindro y otro le estaba pegando al cilindro con un martillo en el huequito por donde sale el gas”, narró.
Padre e hijo miraban asombrados lo ocurrido, mientras que la china, al percatarse de lo que ocurría, decidió irse a ayudar a la cocina, pero le pidió a los dos clientes que le tiraran un ojo a la chiquita mientras ella regresaba, sería cuestión de minutos.
“Ella fue y le dio vuelta a la perilla de la cocina y ocurrió la primera explosión. Caí aturdido, no podía ver nada y sentía la cabeza mojada, la cara me ardía, era un puro ardor. Yo no sabía que me había quemado, tenía el pelo chamúsqueado”, asegura.
La bebita, a la que habían dejado al cuidado de Alberto y de su papá, se llamaba Hilda.
En ese momento, Alberto acordó de ella, desesperado volteó adonde ella estaba y vio que su pelo se estaba quemando, por lo que aquel jovencito agarró un mantel de una de las mesas y le apagó el fuego a la niña.
Con el mismo mantel la envolvió como si fuera un capullito y le pidió a una persona, que estaba mirando lo que ocurrió, que la cargara.
En ese justo momento se dio una segunda explosión, el fuego se adueñó de las paredes del restaurante, Alberto corrió varios metros y se refugió asustado dentro de un supermercado llamado OK.
“Yo corrí, pero mi papá se había quedado adentro del restaurante, entonces me devolví, lo empecé a buscar, estaba tirado en el piso y le metí los brazos por debajo de la espalda y así logré sacarlo del restaurante”.
Apenas Alberto vio que su papá estaba bien, cayó inconsciente en la acera, no sabe cuanto tiempo pasó, pero cuando se despertó ya estaba en la camilla y varios cruzrojistas lo estaban atendiendo.
Las calles estaban repletas de bomberos que luchaban por apagar el fuego que consumió por completo el restaurante, cuatro casas de adobe y el club nocturno La Orquídea.
A los extranjeros del restaurante, que eran de apellido Jaén, los sacaron con vida, pero todos tenían severas quemaduras.
“Yo no entendía por qué tenía tanta humedad en la cara, pero cuando llegué al hospital me di cuenta que lo que me guindaba en la barbilla era el pellejo de la piel de al frente, la piel me guindaba”.
Don Alberto quedó irreconocible, se le cayeron los pelos de las pestañas y de las cejas.
Él, al igual que los demás heridos, fueron llevados al Hospital San Juan de Dios.
“Un tío llegó a buscarnos al hospital y yo al verlo lo abracé y él me decía: ‘quite, quite, mocoso’; yo quedé irreconocible, hasta que le hablé, supo que era yo”.
“Bombas”
Por la magnitud de lo ocurrido se creía que en el restaurante pusieron dos bombas, así lo consideró la Dirección de Investigaciones Criminales (DIC).
Según la publicación que hizo el periódico La Nación, en 1970, el relato de Alberto a los oficiales como testigo de lo ocurrido permitió determinar que la explosión del gas provocó tal emergencia, esa era la primera explosión de esa magnitud con un cilindro que se registraba en el país.
“Ninguno murió, pero las heridas sí fueron graves, mi papá también sufrió fracturas”.
A don Alberto todavía lo acompaña una cicatriz en el lado derecho de la cabeza.
“A mí me tuvieron que hacer un tratamiento que se llama diatermia, que es que le estiran a uno y le calientan la piel para que la sangre pueda pasar mejor, y por eso mis cicatrices no son tan terribles, sino me hubieran quedado como cicatrices moradas”, explica Cordero
Al sobreviviente le lavaban las quemaduras con agua y jabón y con un bisturí le arrancaban la piel mala, así pasó durante mucho tiempo.
Él asegura que en aquella época había un doctor de apellidos Alfaro Ávila, que era un maestro en casos como el suyo, por lo que eso le permitió “quedar menos mal”.
“Mi abuelita era la que me hacía las curaciones y muchas veces era tanto el dolor que yo me descomponía, fue algo demasiado doloroso”.
Duro recuerdo
El día que ocurrió la explosión de la Pops, el 16 de julio del año pasado, a las 7 p. m. en La Ceiba, en San Isidro de Alajuela, don Alberto no solo se sintió triste, sino que se sintió identificado con las trabajadoras.
“Usted puede quemarse con un fósforo y duele, pero no le puedo explicar lo que duelen las quemaduras cuando uno se quema en una explosión, es que eso es algo terrible, el dolor y las curaciones”, expresa el vecino de San Francisco de Dos Ríos.
El sobreviviente se convirtió, a su corta edad, en un héroe para mucha gente, incluso, para todos los miembros de su colegio, uno nuevo --en aquel entonces-- que quedaba a la par del Colegio Superior de Señoritas, en San José.
Apenas se enteraron en su centro educativo, de lo que ocurrió, hicieron un acto cívico y hasta le dieron una medalla para reconocer su actuar.
Eso sí, como los héroes también tienen temores, confesó que el miedo lo acompañó durante muchos años.
Sin embargo, esas cadenas hay que cortarlas y por eso, como durante muchos años le tocó pasar frente al lugar donde ocurrió la explosión, en el año 2012 decidió entrar al parqueo donde estuvo el restaurante.
Cuenta que estuvo un ratito, justo donde estuvo sentado con su padre cuando se dio la explosión.
Ahora cada vez que sale a caminar, confiesa que pasa por ahí.
“Antes, cuando pasaba por ahí, me daba algo en el cuerpo, yo sentía como el dolor de las quemaduras. Lo que ocurrió son recuerdos que no se borran de la memoria, imágenes muy fuertes que le quedan a uno”.
Hay gente que todavía se acuerda de aquel famoso héroe de la época y, al reconocerlo, lo saludan.
“En tantos años me ha pasado que alguien me dice, ‘¿usted es Alberto, el héroe, el muchacho que salvó al papá y la bebé en la explosión?’, y claro, también muchas veces me ha tocado contar la historia”.
Con toda razón
Este señorón asegura que hay cosas con las que, a la fecha, no puede lidiar, por ejemplo, con la pólvora. No soporta tenerla cerca, tampoco se le arrima a un carro cargado de cilindros de gas, inmediatamente huye.
Cuando llega a una soda y ve que hay un cilindro de gas y que puede haber peligro, no lo piensa dos veces para irse. Además, si hay algo que le da terror es ver una cocinera de esas que golpean el sartén, se le ponen los pelos de punta.
“Son temores que ya no se me quitaron, es que de verdad lo que pasó fue algo muy impactante, ese día pudimos haber muerto todos”.