La desaparición y el asesinato de una enfermera hace 27 años marcó al hoy exinvestigador de homicidios y abogado Rogelio Ramírez, quien no olvida la indignación y la tristeza que les causó este hecho a él y a sus compañeros.
Don Rogelio nos contó que durante cuatro años a él le tocó trabajar en la delegación del OIJ en San Carlos. Apenas llevaba las primeras investigaciones de homicidios cuando en marzo de 1995 les asignaron el caso por la desaparición de la auxiliar en enfermería Lorena Salazar Vargas, de 34 años.
“Recuerdo que los familiares directos de doña Lorena se percataron de que no había regresado después de su jornada, una situación que no era usual porque ella cuando salía del trabajo lo que hacía era irse a descansar. Al no regresar no esperaron para denunciar”, recordó don Rogelio.
“Había mucha incertidumbre, era una desaparición y nosotros sabíamos que no había que esperar ni un minuto. En esos casos es un error esperar, eso jamás puede pasar”, explica.
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Lorena era enfermera del Hospital de San Carlos, trabajaba en ese centro médico desde hacía 14 años. El 12 de marzo estaba en pediatría, donde le tocaba el turno de 2 p.m. a 10 p.m. Ella había tenido una relación con un hombre de apellidos Araya Boza, de 30 años, pero los últimos seis meses se habían separado porque él la maltrataba físicamente. La policía llegó a documentar cuatro agresiones y Araya tuvo que pagar dos veces multas de ¢20.000 y ¢4000.
La última noche
La noche de aquel 12 de marzo, Lorena subió a su carro Toyota Corolla dorado con dos compañeras; su destino era, aparentemente, su casa en la urbanización Corobicí, a dos kilómetros del hospital.
Las compañeras iban en el auto porque la enfermera les ofreció un aventón y las dejó a unos 300 metros y se devolvió hacia Ciudad Quesada porque, supuestamente, se vería con una de sus hermanas.
Sin embargo, luego se supo que a otros compañeros les dio una versión distinta y les contó que iba a ver a un hombre.
“Algunos (compañeros de trabajo) dijeron que alguien la iba a recoger al final de la jornada, pero más bien después parece que como ella iba en su carro lo iba a recoger. Ella les dio a entender que era una expareja, con quien tuvo algo hace tiempo, una persona muy insistente”, recuerda Ramírez.
“Les dijo que aunque ella prefería estar lejos porque sufrió algunas agresiones, no perdía nada con escucharlo, ella no da nombres, pero dichosamente les comentó eso, que nos permitía tener una pista para empezar a investigar. Ella era una mujer que tuvo muy pocas parejas, no sabíamos el nombre, pero era parte del trabajo de nosotros“, añade Ramírez.
Lo que seguía, como parte de su misión, era averiguar la identidad del hombre.
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Mientras los agentes del OIJ trataban de dar con el paradero de Lorena, quien vestía su uniforme y un abrigo, su familia y allegados la buscaban por todas partes.
“Para nosotros era vital encontrar ese carro Toyota Corolla dorado, sabíamos que era una prueba. Ella subió en el parqueo del Hospital de San Carlos a esa persona”, dice el abogado.
La enfermera era madre de tres hijos que en aquel momento tenían 14,12 y 10 años.
Llegaron pistas
Las investigaciones de los agentes avanzaron.
“Logramos determinar que se trataba de la última pareja que ella tuvo, por lo menos hasta ese momento era la presunción más fuerte que teníamos y además que la había llevado a un hotel (La Miranda) esa misma noche cuando él se subió al vehículo”, detalla Ramírez.
La situación era tensa para los investigadores, quienes trataban de hacer un perfil de la víctima y también el del sospechoso, pero no era sencillo.
Mal olor dentro del carro
Tres días después de la desaparición de Lorena, los investigadores encontraron su carro. Estaba parqueado afuera de la casa de un hermano de Araya Boza en La Fortuna de San Carlos.
“Él (Araya) no se encontraba en ese lugar. Recuerdo que era de noche, hicimos una inspección preliminar en el carro; buscábamos signos de violencia para saber si estábamos ante una desaparición o algo más. No se veía sangre, ni alteraciones por fuera, abrimos la cabina del carro...”, recuerda Ramírez.
El olor que percibieron les dio muy mala espina y fue como un adelanto de lo que encontrarían.
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“Si el cuerpo no estaba en la cajuela, por lo menos había estado ahí, tuvimos que llamar al juez y al resto del personal judicial para poder abrir la cajuela”, cuenta el hoy abogado.
Cuando lo hicieron todos los presentes chocaron de frente contra la realidad. En la cajuela encontraron el cuerpo de Lorena en estado de descomposición; los agentes determinaron a simple vista que le habían hecho presión en el cuello con las manos para estrangularla.
Agentes del OIJ hicieron un operativo por la zona porque sospechaban que el agresor andaba cerca. La búsqueda dio resultados y lo encontraron tomando en un bar, tenía con él las llaves del carro de Lorena y cuando le hicieron en relación con el caso se quedó en silencio.
A Ramírez le tocó una de las tareas más duras de aquel caso.
“Tuve que ponerme un traje blanco de protección, con guantes, y manejar el carro con el cuerpo en la cajuela desde La Fortuna hasta el OIJ de Ciudad Quesada. Tenía que llevarlo con mucho cuidado para no alterar ninguna evidencia, con las ventanas cerradas por si encontrábamos algún pelo o huella.
“Yo a lo largo de los años investigué muchos casos de homicidios, pero el olor de ese cuerpo se me quedó impregnado por siempre. Era muy extraño porque olía como a melones maduros y recuerdo la tristeza con la que yo llevaba ese carro para la delegación”, dijo.
La investigación llevada a cabo por los agentes permitió determinar que durante los días que pasaron desde la muerte de Lorena, el sospechoso usó un perfume de la víctima con el que constantemente rociaba el carro y que tenía guardado en la guantera.
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“Lo más duro en este caso, y creo que en la mayoría de los homicidios, fue decirle a la familia de doña Lorena que ella estaba muerta, que fue asesinada”, añade Ramírez.
“Siempre, hasta el último momento, la esperanza es encontrar a la persona con vida. A mí eso me marcó terriblemente porque se trataba de una mujer buena, trabajadora, que solo le dio esa oportunidad a ese hombre y eso se convirtió en un gran error, probablemente estaría viva”.
Lorena y el hombre fueron a un lugar en el que iban a estar solos y --dice el abogado-- “ella no se percató de los riesgos por los que podía pasar”.
“Ella era una excelente enfermera, se dedicaba a un trabajo en que la vocación es importantísima, es diferente cuando en el caso la víctima es una persona de bien, que una persona ligada al narcotráfico o otros delitos y peor cuando se trata de un niño, el impacto que tiene para uno”, dijo Ramírez.
Conforme fueron consiguiendo más información, los investigadores lograron determinar que la enfermera y Araya se vieron en el parqueo del hospital, desde donde salieron hacia el hotel. En ese sitio el hombre la asesinó, metió el cadáver en la cajuela del carro y lo manejó como si nada. Visitó a familiares y estuvo tomando en varios bares e incluso llegó a empeñar pertenencias de Lorena como un reloj, una pulsera y una cadena. La plata que le dieron la usó para comprar licor.
Había tratado de arrancar el radio del carro para hacer lo mismo, pero este no pudo empeñarlo.
Todas esas pertenencias fueron recuperadas después por los agentes y sirvieron como evidencia del crimen.
“Era indignante saber que él anduvo por todo lado con el cuerpo de ella en la cajuela del carro”, revela el exagente.
El abogado dice que Araya tenía problemas serios de alcoholismo y por eso no duraba en los trabajos que conseguía. Incluso había sido guardia rural.
Con todo en su contra, Araya fue llevado a juicio. En un momento le preguntaron por qué había asesinado a la enfermera y respondió que no sabía cómo había aparecido el cuerpo de ella en la cajuela del carro.
El 15 de febrero de 1996 el Tribunal Superior de San Carlos le impuso 18 años de cárcel por homicidio simple. Tres meses después apeló y entonces salió con que Lorena pudo haber muerto por intoxicación por carbonato aunque era evidente que había sido estrangulada.
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El expediente del caso, el 96-000247-0006-PE, dice en una parte: “logró demostrarse que el imputado fue visto con la víctima el día en que ésta desaparece; que en los siguientes días conduce en estado de ebriedad el vehículo de ella; que insistentemente esparce perfume en la parte trasera del vehículo, lamentándose de lo desdichado que es, y, finalmente, cuando se le detiene logra encontrarse en la cajuela de dicho automotor, en estado de putrefacción, el cuerpo de la señora Salazar Vargas. Se impone el rechazo del alegato”.
Doña Marita Pérez, quien es pensionada de enfermería, laboró en el Hospital San Carlos y conoció a Lorena, a quien recordó como una muchacha muy linda, trabajadora.
“Ella era una chiquilla a la par mía, físicamente muy linda. No fuimos compañeras mucho tiempo, pero le tenía cariño y me dolió mucho cuando la mató ese hombre, ella le tenía miedo. Incluso recuerdo que ella llegó al trabajo tratando de esconder unos moretes y entre varias le preguntamos qué le pasó y ella nos decía que él la agredía”, afirma doña Marita.
“Cuando se dejó de él no fue por mucho, la gente cercana estaba contenta, era una situación extraña porque le tenía miedo pero también lo quería, me imagino que por eso se dejó engañar en ese momento”, añade la señora.
“Aella le encantaban las plantas, se sentía orgullosa de sus hijos y trabajaba por ellos, tenía una vocación enorme y también carisma, los pacientes la querían mucho”.
El abogado Ramírez nos contó que cuando él oye sobre un caso de femicidio siempre recuerda a Lorena y dice sentirse satisfecho de que la severidad de las penas por femicidios cambiaran porque antes esos castigos eran una burla para las familias de las víctimas.