En una oportunidad Corey Cappelloni corrió seis días por el desierto del Sahara en lo que se considera la carrera a pie más dura del mundo. Pero la prueba más larga, exigente y gratificante que corrió en su vida fueron los 350 kilómetros que cubrió para ver a su abuela, quien lidiaba con el coronavirus en una residencia de ancianos.
Cappelloni corrió durante siete días desde su casa en Washington hasta el geriátrico donde vive su abuela Ruth Andres en Scranton, Pensilvania, Estados Unidos. Llegó el 19 de junio y fue recibido con vítores, banderas y globos violetas, el color preferido de su abuela.
Decenas de empleados del geriátrico Allied Services Skilled Nursing & Rehab Center aplaudieron cuando llegó a la meta. Sin aliento, pero sonriente, apuntó hacia el cuarto piso, a la habitación de Nana. La abuela observó desde la ventana. Afuera había un cartel que decía “Te queremos Corey”.
“Nana, eres una persona fuerte”, le dijo Cappelloni a la abuela a través de un teléfono y de un micrófono. Del otro lado, una enfermera le sostenía el teléfono a la abuela. “Cumplirás 99 años y todavía tienes muchas millas por recorrer”.
No pudo verla en persona por las restricciones que hay por el virus, pero le prometió darle un abrazo pronto.
La “Corrida por Ruth” de Cappelloni recaudó 24.000 dólares que serán usados en la compra de teléfonos y tabletas para ancianos que están aislados por la pandemia, de modo que se puedan comunicar con sus seres queridos.
La iniciativa buscó también concientizar a la gente en relación con las penurias de los residentes y el personal de estos centros médicos, y homenajear a quienes fallecieron, incluido su tío abuelo Charles Gloman, quien murió el 11 de mayo.
A Andres le diagnosticaron el virus a principios de junio. Tenía fiebre y le costaba hablar, al punto de que le tuvieron que dar oxígeno. Cappelloni la llamaba a diario y dijo que la notaba cada vez más asustada.
“No podía ver a la familia ni recibir visitantes, se deprimió un poco. Sabía que tenía que hacer algo para animarla”, dijo Cappelloni.
Al principio le mandó fotos de sus viajes por el mundo. Hasta que su novia, Susan Kamenar, le propuso que corriese para ella.
Fue así que enfiló hacia el norte por calles y senderos, cruzando bosques y zonas residenciales. Kamenar lo siguió en una casa rodante que alquilaron para poder mantener el distanciamiento social al comer y dormir.
Cappelloni se había estado entrenando para un ultramaratón programado para mediados de marzo, del que se retiró por la pandemia. Ya había corrido otro en diciembre en Perú, de modo que todavía estaba en forma.
Los ultramaratones son pruebas más largas que los maratones, generalmente de 50, 80, 100 o 160 kilómetros.
Si bien en el pasado había completado carreras como el Maratón des Sables, de 251 kilómetros en Marruecos, no sabía si podría completar el equivalente a más de ocho maratones de 42,2 kilómetros.
Arrancó bien e hizo buenos tiempos en los primeros cinco días. Pero en el sexto se fundió. Agotado y adolorido, desaceleró y casi que caminó durante un tramo. Fue por entonces que le llegó un mensaje de texto que le dio fuerzas: Nana se había recuperado por completo.
“Tuvo algunos días muy feos”, dijo Cappelloni en un video difundido por las redes sociales. “Pero dio batalla y eso es lo que estoy haciendo yo hoy”.
El atleta contó que Andres lo vio dar sus primeros pasos y a menudo dice que es su segunda madre.
“Decidí hacer esto para demostrarle a mi abuela que la voy a apoyar y que me importa mucho. Ella siempre me apoyó a mí, desde que nací”, dijo Cappelloni.