El fútbol sigue siendo un desahogo para muchos venezolanos y se la juegan, corren algunos riesgos con tal de estar en el estadio apoyando a su equipo.
A medida que el atardecer se adueña de las calles, gran parte de Caracas se convierte en una ciudad fantasma. Pero algo se movió la noche de miércoles a la sombra del estadio de fútbol del Caracas FC.
Aficionados emergen en pequeños grupos a lo largo de las aceras. El verde iluminado de la cancha brilla a través de los huecos del edificio de hormigón gris.
El Caracas necesitaba ganar al peruano Melgar por tres goles en el partido de vuelta de la Copa Libertadores para clasificar a la fase de grupos del torneo continental, eso no pasó porque quedaron (2-1) pero los venezolanos se olvidaron de sus problemas políticos para apoyar por 90 minutos.
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Pero animarse a salir en una noche de partido en Caracas es toda una aventura que va mucho más allá de la rivalidad deportiva. Es un desafío al crimen y la escasez.
"La situación en el país es complicada por la noche", explica Daniel Mendoza, un chico delgado de 25 años con cabello castaño rizado bajo un gorro. "El fútbol te ayuda a soportar la situación por un tiempo".
Las camisetas rojas de la barra aparecen tras el arco del Caracas en el Estadio Olímpico. Suenan los tambores y las trompetas. Un oficial anuncia que hay 3,500 espectadores.
Para el equipo de fútbol más exitoso de Venezuela, hay algo más que la gloria en juego.
El boleto de Mendoza para el partido del martes costó 2.70 dólares (¢1648), más de la mitad del salario mínimo mensual de Venezuela. Como ingeniero de telecomunicaciones, su propio salario ronda los 50.
Los residentes de Caracas advierten constantemente sobre delitos violentos: en caso de robo, no habrá policía local para prestar ayuda. Si hubiera disparo o navajazo, los medios médicos requeridos para atender a las víctimas escasean.
Pese a los riesgos, algunos leales del Caracas aún se aventuran por la noche para asistir al juego.
Entre ellos se encuentran Alejandro, un hombre barrigudo de 46 años y su hija Ainhoa, de 16, pelo largo castaño y ojos brillantes.
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"Es una oportunidad para que compartamos el fútbol como padre e hija", dice Alejandro. "Es como el oxígeno. Es una válvula de liberación para los venezolanos".
Alejandro pidió ser identificado solo por su nombre por motivos profesionales y políticos.
El padre de Ainhoa le pidió que no le dijera a sus amigas que iba al partido. Le preocupaba que le pidieran que les acercara, lo que complicaría aún más su ya de por sí arriesgada vuelta a casa.
"Corremos el riesgo porque queremos ir al fútbol, pero siempre eres consciente de la inseguridad", dice. "Si tu auto se estropea y te quedas por el camino, no sabes lo que podría pasar".
Ainhoa nació en 2002, cuando un golpe militar removió brevemente de la presidencia a Hugo Chávez, el mentor de Maduro.
“Siempre me gustó el fútbol”, dice Ainhoa. “Lo que me gusta no son tanto los goles como la batalla, el desarrollo del partido”.