Poco a poco fueron saliendo los jugadores, todos desechos, todos mudos, todos igual que yo. No hablamos, nos volvíamos a ver y nadie hablaba. Marcelo Tulbovitz, el asistente de nuestro técnico, el brasileño René Simoes (quien en ese juego salió expulsado), me abrazó como 20 segundos, lloramos como niños, nos soltamos, no nos volvimos a ver y cada quien siguió en lo que estaba... o sea, muriéndonos por dentro. Antes de alejarse mucho me volvió a ver y me dijo: “¡Se pudrió todo!”.
“Tranquilo tico, ¿por qué llora?, empataron el partido, no es un mal resultado, es un punto, un punto es bueno”, me dijo un periodista gringo.
Como era el 14 de octubre de 2009, todavía el fútbol (soccer) no había conquistado a los gringos con la MLS y los periodistas cubrían los partidos porque había una representación nacional de su país, pero no porque conocieran mucho del deporte o les gustara.
Por eso el comunicador en el palco de prensa, lleno de chocolates, café, frutas y confites no logró comprender lo que significaba aquella puñalada que me dejó con los cachetes llenos de lágrimas. Aquel gol estadounidense que empató 2-2 el partido y nos dejó fuera de la Copa del Mundo Sudáfrica 2010.
Puñalada
Fue un efecto inmediato, cuando el 2-2 entró (los dos goles ticos los hizo Bryan Ruiz), perdí el orgullo, la vergüenza y la posibilidad de sostener las lágrimas, yo sí entendía perfectamente lo que significaba el maldito cabezazo de Jonathan Rey Bornstein, quien jamás subía a cabecear tiros de esquina, pero ese día, como iban perdiendo 2-1 y ya no tenían nada qué perder, mucho menos porque en ese momento eran diez sobre la cancha, Oguchi Onyeyu se jodió de la rodilla, no pudo seguir y ya los gringos no tenían cambios.
El título que toda la vida voy a querer poner y que tenía listo aquella noche, a seis grados Celsius de temperatura en el estadio Robert F. Kennedy de Whasington DC, es: “¡Africanos!”.
De hecho, lo puse, porque a los 95 minutos, cuando entró el gol de Bornstein, ya tenía la computadora apagada, había enviado la crónica por correo electrónico a Tiquicia, había alistado todo y solo me faltaba bajar a la zona mixta.
Los periodistas, por una regla que no está escrita en ninguna parte, más que en la pasión por lo que hacemos, siempre bajamos a la zona mixta unos diez minutos antes del final de los partidos, pero como estaban apedreando a Keylor Navas me quedé clavado a la silla y cuando decidí irme del palco de prensa, porque la chocobola estaba bien lejos de nuestra portería, Pecas, o sea Pablo Herrera, perdió la redonda que le había pasado “Bola” (Christian Bolaños), ante la presión de Francisco Torres, de Estados Unidos.
Fue ahí donde realmente sentí como una puñalada en el pecho, sentí el ácido de los seis grados de temperatura, aunque yo estaba en una cálida habitación con calefacción.
Desgracia
Sí me levanté, pero ya no para irme a la zona mixta, sino como para ayudarle a Keylor a defender los tres tubos. Torres le pegó un patadón a la bola, justo como hace todo equipo que va perdiendo y ya no tiene más estrategia que mandar la bola a la guerra y pedirle a Tatica Dios que le ayude.
Michael Bradley recibió la jugada por la derecha y dejó en el camino a Junior Díaz y se la pasó a Landon Donovan, quien sacó un centro que Douglas Sequeira envió con su cabeza a aquel desgraciado octavo tiro de esquina que nos tocó defender en toda la mejenga.
Robbie Rogers cobró desde la izquierda el tiro de esquina, Michael Barrantes no llegó, pero Bornstein sí y cabeceó como dicta el manual: picadita. Wálter “Paté” Centeno cuidaba el palo izquierdo y no pudo detener el balón, que entró para el 2-2.
Dolor
Se me cayó la libreta, la grabadora y la vergüenza. Sentí como cuando uno se cae de espalda y pierde todo el aire. Sabía que estaba dando pena ajena en el palco de prensa, porque como buen profesional no podía mostrar sentimientos. La verdad, por unos segundos no entendí bien lo que estaba pasando, pero dolía.
No tengo ni idea de cómo llegué a la zona mixta. Uno de los primeros a los que intenté entrevistar fue a Dennis Marshall (falleció en un accidente de tránsito el 23 de junio del 2011), quien tenía los mismos ojos y la misma cara que yo. “Pregúnteme lo que le dé la gana, sí le voy a responder”, fue lo que me dijo.
No fue una frase en mala leche, me estaba diciendo que podía hacer con él lo que quisiera porque no había nada que le produjera más dolor. No le dije nada, él me dio la mano y me agradeció con la mirada que lo dejé tranquilo.
Luis Marín fue mi doloroso consuelo, creía hasta ese momento que algo malo me estaba sucediendo porque no podía detener las lágrimas, pero Marín también seguía llorando.
Víctor “Mambo” Núñez volvía a ver al cielo para esconder sus lágrimas; me le quité a Randall Azofeifa porque tenía reflejado en la cara el mismo dolor y cólera que yo tenía y sentí que si me acercaba, me podía agarrar del pescuezo. Yo en su lugar lo habría hecho.
Es un dolor que no se olvida. Un gol que no se olvida. Un tiro de esquina que no se olvida. Yo sí clasifiqué a Sudáfrica porque la revista especializada en deportes, El Gráfico-Costa Rica, me mandó a cubrir el Mundial, un evento que disfruté al máximo junto a la fotógrafa profesional Diana Chaves, pero fue como comer sopa de pollo sin carcasa: el caldo sabe rico, pero no delicioso.