Lo que China no cultiva lo fabrica y por eso instaló un "laboratorio" de futbolistas en Brasil, buscando inculcarles a sus chamacos la magia natural de los sudamericanos.
Hasta el nombre cambian los chinitos cuando cruzan el charco. Cuando llegó en abril a Porto Feliz, en el interior de Sao Paulo, Long Yushuo se convirtió en Thomas. Era solo el comienzo de una serie de cambios.
Durante los siguientes ocho meses, este chico risueño de 16 años y sus compañeros juveniles del Shandong Luneng tenían una misión: empaparse de la magia del fútbol brasileño antes de volver a China.
Junto a él, otros 22 jugadores del equipo sub-16 llegaron a un país del que apenas conocían a sus ídolos para aprender a improvisar, a inventar dentro de la cancha, lejos de la rigidez de las canchas chinas.
En su portugués entrecortado, que estudia en una escuela, Thomas tiene claro qué es lo que más ha mejorado aquí para ser un día como su admirado Müller, el atacante del Bayern Múnich que inspiró su nombre brasileño.
“La técnica”, asegura sonriendo, mientras sus compañeros, todos con el uniforme naranja del popular equipo de Shandong, no le quitan ojo.
Con los millones del gigante asiático revolucionando el fútbol, el potente Shandong Luneng compró en 2014 el Desportivo Brasil, un club concebido por la empresa Traffic como un vivero de talentos.
Viene desde arriba
La pasión por este deporte del presidente Xi Jinping había disparado las inversiones de empresas como Luneng, haciendo de China el quinto mayor gastador en fichajes de todo 2016. Muchos de ellos brasileños, cuya colonia de 21 jugadores es la más numerosa de la Superliga.
Pero con su selección en el puesto 60 del ranking FIFA, y fuera del Mundial-2018, el desembolso no le estaba rindiendo a Pekín, que quiere invertir ahora en su propio talento, aunque eso implique cruzarse medio mundo para descifrar el secreto de un juego que nadie vive como Brasil.
“El intercambio se realiza para que adquieran una calidad parecida a los jugadores de aquí, porque ellos son muy disciplinados pero les falta esa parte de malicia, la irreverencia, la flexibilidad, la autonomía. Los chicos brasileños tienen eso”, explica Rodrigo Pignataro, coordinador técnico del Desportivo Brasil.
En este moderno centro de entrenamiento donde se entremezclan las banderas de ambos países viven otros cinco jugadores chinos integrados al equipo sub-20, además de 130 futbolistas brasileños desde los 14 años hasta el plantel profesional, que milita en la tercera regional.
Al tiempo que el fútbol chino limitaba este año los fichajes astronómicos, el Shandong alargaba a ocho meses la estancia de sus juveniles en Brasil, donde también han participado en varios torneos.
“Este es el grupo que el gobierno chino entiende que será la base olímpica de la selección para los Juegos Olímpicos de Tokio-2020 y el Mundial-2022. Nuestra responsabilidad es grande”, asegura Pignataro.
Pero para convertirse en una potencia del fútbol, el gigante asiático no lo apuesta todo al balón, para desgracia de este grupo de adolescentes que un lunes a las 9 de la mañana solo aspira a dormir un rato más.
Entre bostezos y caras de resignación, la jornada comienza en la escuela. Hoy toca clase de Historia y en el proyector se suceden textos en portugués y mandarín sobre la proclamación de la República brasileña que el profesor pide leer en voz alta.
En los entrenamientos, desde la banda, se mezclan los ”¡Vamos, vamos!” del preparador Rogério con los ”íJiayou!” del traductor Rui, formado expresamente por el Shandong para ser la voz en el campo de los técnicos brasileños.
Ningún concepto debe perderse por el camino y en China quieren saberlo todo del balón, cueste lo que cueste.
“El fútbol precisa tiempo porque es un tipo de educación, y la educación no es algo a corto plazo. Quizás se necesiten 10, 20 años o más”, afirma en inglés Zhao Shuo, que cita el ejemplo de Japón.
“Tenemos que aprender de nuestros vecinos y ser pacientes”, dice sin levantar la vista del campo.