Es mediodía y Cecilia sube a su terraza. Haybulla afuera y quiere saber qué pasa: es Marcelino, que trata de llamar su atención desde la parcela de al lado. Todavía no está preparada para una relación, pero tras cuatro meses luchando contra la depresión cada vez se siente más viva.
Como la mayoría de sus compañeros, esta chimpancé de 20 años tenía el alma rota cuando llegó en abril al Santuario de Grandes Primates de Sorocaba, 100 kilómetros al oeste de Sao Paulo.
Llegó procedente de un zoológico de Mendoza, en Argentina, donde había pasado toda su vida encerrada en una jaula, sin jamás sentir la hierba y consumida por la soledad tras la muerte de sus colegas Charly y Xuxa.
Sus “deplorables” condiciones fueron denunciadas por una ONG local, que consiguió que una jueza ordenara trasladarla al Santuario, considerándola un “sujeto de derecho no humano”.
Cecilia había hecho historia, convirtiéndose en el primer chimpancé en el mundo en ser efectivamente transferido con una orden de este tipo, según especialistas, aunque la tristeza le paraba el pulso.
“Cuando llegó no tenía problemas físicos, pero estaba muy deprimida. Pasaba el tiempo acostada, no interactuaba con nadie”, recuerda la veterinaria Camila Gentille, quien es capaz de reconocer a los 52 chimpancés que viven en el Santuario como si fueran familia.
Ninguno llegó por casualidad a este refugio de 50 hectáreas donde 280 animales -entre los que hay pequeños primates, leones y osos- tratan de curarse las heridas de un pasado de abusos.
La mayoría vive formando pequeños grupos en extensos recintos donde pueden correr, jugar y, sobre todo, sentir que no están solos. Aunque las marcas de algunos son demasiado profundas y necesitan fármacos para salir adelante o dejar de automutilarse.
Desde lo alto de una de las torres que coronan cada espacio, los gritos y golpes secos de Dolores hablan de los traumas que se trajo del circo donde trabajó parte de sus 18 años, y que apenas le permiten relacionarse.
Ella no ha podido romper con el dolor como lo hizo Jimmy, quien llegó al Santuario tras una intensa lucha legal contra el zoo donde vivía hacinado cerca de Rio, y ejerce ahora de ejemplar padre adoptivo de Sofía, Sara y Suzi.
“Estos animales fueron abusados y maltratados en circos, zoológicos o confiscados por traficantes que los comercializaron. Necesitan de un local donde ser tratados decentemente, sin visitas públicas. Y el único lugar así en América Latina es este”, afirma Pedro Ynterian, dueño del Santuario.
Con la complicidad de los viejos compañeros de viaje, Jango muestra su enorme sonrisa sin dientes cuando ve llegar a este microbiólogo cubano de 77 años, que hizo de su afición por los animales una lucha que dura ya casi dos décadas.
A este veterano chimpancé al que le encantan los macarrones le castraron y arrancaron la dentadura en un circo del interior de Brasil antes de llegar al Santuario en 2003.
Por entonces, Ynterian ya había comenzado a invertir parte de la fortuna que hizo con la venta de materiales de laboratorio para convertir sus terrenos de Sorocaba en un íntimo retiro para los animales que ya no podían volver a la vida salvaje.
Sus prioridades habían cambiado tres años antes cuando adquirió a Guga, un chimpancé de pocos meses, que en la época costaba alrededor de 20.000 dólares.
“Yo quería que viviera con nosotros, lo cual es una imbecilidad total. Con él comenzamos a descubrir un mundo que no conocíamos, que es el de los abusos que se hacían contra ellos”, rememora mientras pasea por este terreno donde trabajan ahora unos 30 empleados.
Pronto se asoció con el Proyecto internacional GAP de lucha por los derechos de los grandes primates y comenzó una campaña de denuncias contra circos y zoológicos, que le multiplicó los enemigos y casi le cuesta la vida.
“Tuve problemas serios, e incluso me intentaron matar hace años porque el mercado de los animales mueve mucho dinero”, cuenta.
Y la última lucha de este hombre, que no dudó en contar a los medios brasileños cómo participó en un atentado fallido contra Fidel Castro en 1962, ha sido por Cecilia.
“Aquí está conociendo un mundo diferente: primero puede andar por la tierra, por el césped, es libre en aquel territorio provisorio, y ya ve que existen otros chimpancés y familias cerca”, asegura convencido de que, con el tiempo, también vencerá al miedo y podrá compartir su recinto.